Los veranos son la época más propicia para la lectura de evasión. Yo soy de los que durante el invierno voy guardando lecturas en el libro electrónico, en una carpeta denominada precisamente «para el verano», con el fin de tener durante el estío material de lectura en cantidad suficiente. Generalmente se trata de novelas de suspense y de asesinos en serie especialmente siniestros, una lectura muy amable para estar a nivel del mar, en la piscina o en el lugar más noble que puede hollar una chancleta: el chiringuito de playa. Con ese buen paquete de novelas convenientemente catalogado y el ejemplar semanal de la revista Hola (la única publicación que en verano no rebaja la calidad sino que, por el contrario, se suele venir arriba), se pasan unas vacaciones bastante apañadas.

Pero en ocasiones sucede que uno prepara más lecturas de las que es capaz de digerir, o tal vez hay épocas en la vida de mayor vagancia lectora, porque lo cierto es que no resulta infrecuente que vayan quedando textos atrasados en una especie de baúl literario que, tarde o temprano, hay que vaciar.

Pues bien, en una de esas operaciones de limpieza de carpetas virtuales ha aparecido este relato incompleto, de autor desconocido, que hoy ofrecemos aquí. Bajo una apariencia pueril, como de cuento tradicional, hay algunos elementos que resultan intrigantes. No sé por qué, pero su lectura me ha provocado una rara sensación de familiaridad que no consigo identificar. A ver si usted tiene más suerte.

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Érase una vez un pequeño país muy lejano gobernado por un joven rey llamado Peter I. La llegada al trono del monarca se había producido como consecuencia de la partida de su antecesor para formar parte del Consejo del Imperio, un órgano formado por nobles de todo el continente. Antes de partir a su nuevo destino, el viejo monarca trató de dejar en su puesto al noble Peter, en ese momento integrante de su consejo particular. Sin embargo, la envidia de muchos dirigentes de Carium, que así se llamaba el pequeño país, hizo que se le acusara en falso de horribles delitos que no había cometido. En consecuencia el anterior rey no tuvo más remedio que poner en su puesto a uno de sus veteranos ayudantes de campo, el mariscal Albert.

Pocos meses antes de la proclamación del nuevo rey, la verdad irrumpió con luz cegadora y dejó en nada las acusaciones de que era objeto Peter, el favorito del monarca ausente. Peter se convirtió así en el nuevo rey de Carium, aunque llegó al trono con numerosos enemigos trazando sucias venganzas para manchar de nuevo su nombre y expulsarlo del poder.

El reinado de Peter I comenzó en medio de serias dificultades. Las arcas del reino estaban vacías y las necesidades de los súbditos más pobres exigían constantes recursos. Sin embargo, el nuevo monarca comenzó a reinar con un tino y un talento sin precedentes en la historia del imperio. Sus aciertos eran la norma, sus éxitos apabullantes, los cariumenses lo adoraban€ pero sus enemigos esperaban pacientes la primera oportunidad para acabar con su reinado.

Fue así que al poco tiempo de comenzar a reinar, dos nuevas acusaciones se cernieron sobre el monarca empañando nuevamente la felicidad que reinaba en palacio. En realidad eran dos minucias: un palacete inacabado en el burgo del que era regidor antes de su llegada a la capital del reino y un intento de comprar popularidad en los mercados y ferias de ganado cuando se postulaba para suceder al rey que, según sus acusadores, iba a pagar con fondos del tesoro real.

Peter I negó haber hecho nada malo en estos u otros asuntos, pero las asechanzas de sus enemigos acabaron produciendo sus frutos malvados y el buen rey se vio obligado a dejar la corona. La depositó en las sienes de su más fiel escudero, el joven Ferdinand, para que guardara el trono mientras él se enfrentaba a los malandrines. Así lo hizo Ferdinand, rindiendo un emocionante tributo de lealtad a la figura de su mentor.

El tiempo discurría plácidamente y los cariumenses seguían disfrutando del legado de Peter I y su sabia forma de gobernar. La economía seguía creciendo por encima de la media del imperio, la prosperidad llegaba a todos los hogares, los niños reían y hasta el trino de los pájaros sonaba ahora más feliz.

Todo parecía listo para un pronto restablecimiento del honor injustamente mancillado del rey Peter pero, cuando más felices eran los augurios, un nuevo mazazo destrozó sus esperanzas, esta vez de manera definitiva. Y es que en lugar de cerrar los dos casos abiertos contra él y obligar a los denunciantes a pedirle perdón de rodillas, los magistrados decretaron que Peter I fuera sometido a juicio como un trapisondista cualquiera o un vulgar asaltante de caminos.

Peter y Ferdinand reunieron al consejo del reino.

—Queridos súbditos, quieren que me someta a juicio de Dios —anunció Peter I a los presentes-

—¡No! ¡No! ¡Nunca! ¡nosotros somos contingentes, pero tú eres necesario! —exclamaron todos al unísono.

—Lo sé, amigos. Soy consciente de que soy providencial, insustituible, pero las normas del imperio exigen que deje de regir los destinos de mi pueblo.

Como era de esperar, los alaridos y los llantos de los reunidos, presas del más profundo dolor, se alzaron en el salón de palacio donde tenía lugar el cónclave. Los presentes juraron a gritos que jamás olvidarían a su buen rey Peter y que siempre tendrían para él un lugar en la parte más cálida de su corazón.

Poco a poco se fue haciendo el silencio, a la espera de que Peter ofreciera a la concurrencia unas breves palabras de despedida.

En efecto, cuando todas las miradas estaban fijas en él, Peter tomó la palabra y dijo:

—Coño, me habéis convencido. Nada, pues entonces no me voy. Seguiré en palacio, supervisando a Ferdinand para que no se desvíe del sendero trazado por mí. En unos años, si los alguaciles del reino son eficientes, la verdad resplandecerá, mi honor será restablecido y podré presentarme de nuevo al consejo de notables para volver al trono. Será cuestión de unos pocos años, nada más.

Las palabras de Peter sumieron a la concurrencia en un silencio ominoso. Desde luego, no es lo que los presentes esperaban oír.

Unos tímidos aplausos rompieron brevemente la calma, pero en unos segundos las pocas manos que aplaudían enmudecieron también, incluidas las de un voluntarioso partidario de la dinastía, que solía salir a pasear a caballo con un pendón en la silla de montar con la leyenda «Peter I, honrado».

Unos y otros se lanzaban miradas huidizas o parecían escrutar, con inusitado interés, las volutas del artesonado y los intrincados dibujos de los tapices.

—Qué ¿no decís nada? —inquirió Peter.

Nadie abría la boca, pero finalmente un miembro del Consejo se armó de valor y se dirigió al monarca.

—Señor, no creáis que no valoramos vuestra noble intención de seguir al frente del reino a pesar de lo que los maledicentes van diciendo por calles, plazas y tabernas. Pero no podemos aceptar este nuevo sacrificio vuestro, majestad. Será mucho mejor que abandonéis vuestras responsabilidades, al menos de momento. Habéis hecho mucho por todos nosotros y es hora de que os toméis un merecido descanso.

—Que no, pijo, que he dicho que me quedo y me quedo —insistió Peter con un gesto desdeñoso de su regia mano.

—Pero Majestad —repuso otro de los presentes—, los enemigos del reino se acercan a nuestras fronteras. Ya se oyen sus timbales de guerra y se divisan en lontananza los ejércitos con pendones rojos y morados. No es buen momento para tener una monarquía débil. Debéis iros por el bien de todos.

De nuevo el silencio se enseñoreó del salón palaciego y nadie se atrevía a levantar la mirada. Peter, sin embargo, había enrojecido de ira y rumiaba maldiciones, incapaz de aceptar tanta ingratitud. Entonces, ocurrió lo inesperado. La puerta principal de la estancia se abrió de par en par con un sonoro golpe para dar paso al viejo rey de Carium, de vuelta de su embajada en el consejo imperial.

—¡Silencio todos! —exclamó—. No podemos dividirnos en un momento tan crítico para el reino y, sobre todo, para nuestros familiares. Si perdemos el control del tesoro tendremos que ponernos a trabajar de artesanos y eso es algo que no vamos a permitir.

—¡Me han traicionado! —bramó Peter, señalando a todos los presentes.

—No seas susceptible, Peter, —respondió aquél, conciliador—. Traigo la solución para todos nuestros problemas, como no podía ser de otra manera€

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Y aquí se corta el relato, sin que hayamos podido encontrar la manera de rescatar el final apasionante de este sainete palaciego. Al parecer una parte del archivo se ha corrompido, o al menos ese es el mensaje de error que anuncia el libro electrónico cuando intentamos abrir una nueva página.

¿Volvería Peter al trono? ¿Habría un nuevo monarca? Es algo que nunca sabremos. Y es una pena. Con lo emocionante que se estaba poniendo el asunto.