Hace ahora cuatro años, nos disponíamos a celebrar en Murcia el bicentenario del nacimiento del maestro Cipriano Galea (1816-1889). Los actos conmemorativos incluyeron la inauguración de una calle con su nombre entre las pedanías de La Ñora y Javalí Viejo. Ambos pueblos formaban en el siglo XIX un único distrito escolar al que fue destinado don Cipriano como primer maestro público de esta zona, llegando a liderar el escalafón de maestros de la provincia.

Cipriano Galea solo tuvo una ambición: contribuir al progreso de un pueblo donde predominaba la pobreza y el analfabetismo. Le ofrecieron puestos mejores en prestigio y rentabilidad, pero decidió rechazarlos, en pro de la noble misión que se había propuesto. «¿Cómo me dejo yo a aquellos? Vamos… no es tan fácil; les hago yo mucha falta. ¿Quién ha de hacerles los servicios que yo les presto?», decía.

Su abnegada labor, que trascendía mucho más allá del aula, no solo obró el milagro deseado, proporcionando un porvenir a sus discípulos, sino que desencadenó una eterna gratitud del pueblo de La Ñora. La humildad de este educador le habría impedido imaginar que cinco años después de su muerte se convertiría en el primer maestro en España a cuya memoria se erigió un monumento público. Así ocurrió en 1894. Un monumento que ha perdurado hasta nuestros días y que fue restaurado con motivo del bicentenario, en 2016.

Asimismo, dentro de los actos de su efeméride, se organizó una semana cultural para ensalzar la figura del docente, con diversas conferencias, actividades para los niños, concurso literario escolar, inauguración de una placa, exposición de un aula antigua y un gran acto final junto a su monumento, en la Plaza de la Iglesia de La Ñora, que estuvo amenizado por la Orquesta Sinfónica ‘Las Musas’ de Guadalupe y presidido por el alcalde de Murcia, José Ballesta, con asistencia de varios descendientes del maestro procedentes de distintos puntos de la geografía española (habló en nombre de todos la tataranieta Ana Vian, catedrática e hija de Ángel Vian, ex Rector de la Universidad Complutense de Madrid).

También acudieron, entre otros, la Alcaldesa de Librilla (pueblo natal de don Cipriano), el presidente del Consejo Escolar (Juan Castaño), el Cronista Oficial de Murcia (Antonio Botías), representantes de la Asamblea Regional, de las universidades, de los colegios y un nutrido público de todas las edades.

También le habría parecido inverosímil a don Cipriano que sus descendientes y los de sus alumnos se dieran cita para honrar su memoria en pleno siglo XXI, en el mismo lugar donde estuvo su escuela. No solo eso, sino que se ha publicado su biografía, algo que ya propusieron sus coetáneos: «Merece el monumento que se le ha erigido; merece además un libro que no sé si se escribirá», comentaron en la prensa. «Sí, merece un libro (…) para poder dar a conocer a la presente y futura generación un modelo de maestros», apostilló un antiguo alumno del ilustre héroe local.

Y, lógicamente, resultaría aún menos creíble para aquel maestro rural que su biógrafo, un servidor, sería profesor de un colegio con su nombre, que además en medio de una pandemia global sería nominado a mejor docente de España.

Carambolas de la vida. Como la de que haya llegado a mis manos una carta que rastreé hace bastantes años, nada menos que hasta Madagascar (país insular del sureste de África). Allí es donde regenta un restaurante Manuel Ortín, nacido en Rincón de Beniscornia, que heredó de su padre (Antonio Ortín) el interés por la historia local y además es descendiente de una hermana de la segunda esposa de Cipriano Galea, Fuensanta Meseguer, con la que este no tuvo hijos. Es por este parentesco lejano con Fuensanta que la carta ha permanecido en su poder hasta hoy.

Se trata de un documento muy especial, porque además de estar escrito de su puño y letra, arroja luz sobre algunos aspectos desconocidos de la vida y forma de ser del maestro. En esta misiva, firmada en 1867 y dirigida a su suegro, refleja una gran preocupación por la actitud «poco prudente» de Fuensanta, a la que además consideraba «dominante y con más genio o tanto como la primera que lo tenga».

Cipriano había enviudado de su primera esposa, Natalia Sánchez, y decidió así darle una madre a su hija, Asunción, que luego siguió sus pasos, ejerciendo de maestra en La Ñora hasta su fallecimiento en 1903 por una epidemia de tuberculosis, que también se llevó a dos de sus hijos que acababan de terminar los estudios de la Escuela Normal de Maestros.

Cipriano buscaba en Fuensanta «cualidades recomendables, no riquezas». Asegura en la carta que no era mala mujer, pero tenían fuertes desavenencias. Parece que muchas de las discusiones conyugales venían por discrepancias en lo tocante a Asunción, la hija de Cipriano. Este se desahoga hondamente en la carta, llegando a recordar la mala fama de las madrastras. No en vano, estas eran poco menos que villanas en la mayoría de cuentos clásicos infantiles.

«Cuanto menos se conoce más se ignora y la ignorancia es atrevida; así sucede con su hija», le reprocha Cipriano a su suegro. Y añade: «Yo no soy santo y mi hija ángel (…) pero no tenemos fama de pendenciero o insolente el uno y de mal criada o descreída la otra; podemos decirlo con frente descubierta, nunca envanecidos. (…) Yo no tengo despilfarros reprensibles y sí solo los compromisos que mi destino lleva consigo, y que, de no hacerlo, hasta sería censurado y carecería de simpatías que en ocasiones valen más que el dinero».

Asistimos, pues, a una faceta aún más humana del admirado maestro local, a través de esta información inédita, que no demuestra, sino que era de carne y hueso, e hijo de su tiempo.