Ni una más

No pasaba de este fin de semana. No lo soportaba más. Lo intentó, pero tenía que salir de aquella cárcel.

Dejaron de compartir risas con los amigos a la semana de casarse. Alguno ya se lo advirtió: es de los de la mujer en casa y con la pata quebrada. Le costó renunciar a su trabajo, aunque se limitara a una caja en el supermercado. Él le garantizó que no habría problemas de dinero, pero muy pronto comprobó que cada vez pisaba menos el cajero. Que ya no podía disponer más que de los billetes que semanalmente le entregaba su marido para el menú del día.

Se acabó el café con sus amigas y las compras sin supervisión. Hoy, ‘Black Friday’, bombardeada por la radio como único cordón umbilical que aún le unía al mundo, recordó la última falda que se compró. Esperaba una caricia y recibió una bofetada porque la tela no sobrepasaba las rodillas.

Encerrada en la cocina, veía pasar la vida con los ojos de él, aunque nadie podía evitar que su imaginación volara. Ser, como la emisora que escuchaba cada jornada, pero no estar.

Este domingo le diría que no irá más a misa, que está cansada de acicalarse solo para sumar una homilía más a las que ya recibía cuando, a eso de las ocho de la tarde, se abría la puerta de su supuesto hogar. Apenas un gélido saludo antes de sentarse a la mesa a escuchar las exclamaciones de odio que, como cada 25 de noviembre u 8 de marzo, salían por su boca... de alcantarilla.

Después un «dame el mando», ¿más mando?, y, con suerte, podía retirarse a dormir hasta escuchar el portazo de la mañana.

Cada amanecer se convertía en un martirio. Una permanente noche cerrada repleta de aullidos, máxime si había alguna carta a su nombre o recibía un WhatsApp cuando aún no la había requisado el móvil. Anulada, decidió poner fin a lo que fue tan solo un atisbo.

Abrió los ojos. Respiró hondo y ya se vio fuera de aquella tortura. Nunca más sola.

El lunes, maldita sea, ya no escuchó en su radio favorita el nuevo asesinato por violencia machista.

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