Al cabo de la calle

Callejón sin salida

El problema no está en si son o no 440.000 las personas abusadas. El asunto ya es de una gravedad máxima con que solo una de ellas haya sufrido abuso sexual por parte de quien tenía encomendada su labor de formarla y/o acompañarla en la fe

Ilustración de Nana Pez

Ilustración de Nana Pez

Pedro J. Navarro

Pedro J. Navarro

No sé si fue premeditada, pero en las imágenes de la entrega del ‘Informe sobre abusos sexuales en el ámbito de la Iglesia católica y el papel de los poderes públicos’ por parte del Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo, a la presidenta de las Cortes Generales, Francina Armengol, me llamó la atención un detalle: la cruz que colgaba del cuello de la tercera autoridad del Estado. No creo que la elección fuese por casualidad. Desconozco la intención, pero, como católico, sí me siento interpelado por el hecho de que haya sido una institución como la del Defensor del Pueblo la que haya tenido que abordar en profundidad, y por vez primera, un asunto tan grave que afecta a la esencia de una institución como la que representa la Iglesia española, de la que formo parte, como humilde miembro del Pueblo de Dios.

El silencio de quienes pudieron hacer más para evitar la pederastia, la soledad y el dolor de las víctimas, la reacción de la Iglesia, la necesaria compensación económica a las víctimas para la reparación del delito y las dificultades en la aportación de los datos por parte de las diócesis y los institutos de vida consagrada, son las cinco claves del Informe del Defensor del Pueblo. Frente a esta última, Ángel Gabilondo valoró durante la presentación del documento la investigación que desde el año 2018 viene haciendo el diario El País. Una respuesta que la Iglesia, desde el papado hasta el último rincón de la última diócesis o congregación religiosa, debería de haber dado desde el minuto uno.

No oculto el sentimiento de vergüenza, como creyente de a pie, al pertenecer a una institución que durante mucho tiempo ha guardado silencio, cuando no, cómplice, por sus cautelas o por querer minimizar unos hechos que son motivo y causa de escándalo. Y, además, no comprendo las reacciones de algunos de nuestros obispos, sacerdotes y otras personas consagradas -además de seglares de la Iglesia- al cuestionar las cifras de posibles víctimas en nuestro país, extrapoladas de los datos que ofrece el informe. El problema no está en si son o no 440.000 las personas abusadas. El asunto ya es de una gravedad máxima con que solo una de ellas haya sufrido abuso sexual por parte de quien tenía encomendada su labor de formarla y/o acompañarla en la fe.

Me cuesta pensar que sea el temor a hacer frente a indemnizaciones millonarias el principal motivo de las reacciones a la defensiva por parte de nuestros obispos. Los superiores de las órdenes religiosas han ofrecido una respuesta más adecuada a la gravedad de este problema. Desde la petición de perdón y la disposición a colaborar con el Defensor del Pueblo y el resto de instituciones.

Mirar para otro lado, trasladar a otro destino a la persona agresora, minimizar el asunto o extender y generalizar los abusos a otros ámbitos de la sociedad (como el familiar, educativo o deportivo) han sido prácticas comunes por parte de muchas diócesis e institutos religiosos. No solo en España, sino en una larga lista de países, con ejemplos y consecuencias muy notorias como las ocurridas en Estados Unidos o Irlanda. A esos comportamientos se suman otros, como tratar de victimizar a las propias víctimas o no atenderlas como se merecen, o esconder la cabeza como los avestruces, sintiéndose incluso mártires de una supuesta cruzada frente al ateísmo o el anticlericalismo. Y todo por no abordar con valentía y determinación un asunto tan grave como el de la pederastia, en el que te juegas la credibilidad como institución educadora de las conciencias y valores para toda una vida. Lo sé de primera mano porque en mi vida profesional me ha tocado gestionar comunicativamente más de un caso de pederastia y abusos protagonizados por sacerdotes o religiosos.

El propio Benedicto XVI ya identificó hace casi tres lustros, en su Carta pastoral a los católicos de Irlanda (como recordaba el periodista José Martínez de Velasco en su prólogo al libro de Juan Ignacio Cortés, Lobos con piel de pastor), varios factores como causa del escándalo: procedimientos inadecuados para determinar la idoneidad de los candidatos al sacerdocio y la vida religiosa; insuficiente formación humana, intelectual y espiritual en los seminarios y noviciados; tendencia a favorecer al clero y otras figuras de autoridad, así como una preocupación desmesurada por el buen nombre de la Iglesia. En estos tiempos de sinodalidad no caben respuestas ambiguas, ni miradas esquivas, ni callejones sin salida. De frente y sin titubeos.

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