Pasado de rosca

Fines de campaña

Ilustración de Enique Carmona.

Ilustración de Enique Carmona.

Bernar Freiría

Bernar Freiría

Las campañas electorales son el momento en el que los partidos despliegan sus más elaboradas estrategias a fin de conseguir la mayor cantidad de votos posibles. En campaña compiten literalmente por la seducción del votante más o menos renuente. Sabido es que cada partido, o agrupación política, tiene un nicho de votantes incondicionales a los que no va orientada la campaña, puesto que esos votos es difícil perderlos, y más en el breve lapso de tiempo que dura una campaña electoral. Todos los esfuerzos van dirigidos a los indecisos y a los votantes de otras formaciones que están descontentos o desencantados con el partido al que solían votar. Los partidos con recursos cuentan con expertos muy cualificados que les ayudan a diseñar las líneas maestras de la campaña electoral. La planificación fija, en primer lugar, las circunscripciones en las que con un puñado de votos se le puede dar un vuelco a la correlación de poder. En estas elecciones, Valencia, por ejemplo, es un claro objetivo para las fuerzas de derechas porque pueden hacerse con el gobierno de la comunidad con una muy pequeña diferencia en el recuento de las urnas. En segundo lugar, fijados los lugares de atención preferente en donde se van a concentrar las fuerzas, se buscan los mensajes, los eslóganes, la puesta en escena de líderes y hasta las distintas tácticas—mítines y lugares donde se celebran, apoyo de personajes populares y con poder de arrastre aquí o allá, mensajes en las redes y en los medios, etcétera— para sacar el máximo beneficio, es decir, para cosechar el mayor número de votos posible. Todo gira en torno a esto en una campaña electoral, de manera que solo hay que convencer a los líderes de un partido de cuál es la manera de atraer votos, para que la adopten sin muchos melindres morales.

En la que nos convoca hoy a las urnas ha habido algunas novedades con relación a campañas anteriores que ponen de manifiesto que las maniobras son cada vez más crudas y sin rodeos hacia el objetivo último, que es captar el voto para la propia formación. El populismo se ha convertido en una tendencia omnipresente en las democracias occidentales.

Resulta especialmente chocante que, tratándose de elecciones locales y autonómicas, los grandes partidos hayan optado por disputarlas como si de unas generales se tratara. Es decir, estas elecciones se han tomado como la primera vuelta de unas generales que se celebrarán a final de año. Las derechas han hecho hincapié en que de lo que se trata es de desalojar a Pedro Sánchez del poder. La idea eje pivota sobre lo que se ha denominado «solidaridad negativa», la unión frente a un enemigo común. La solidaridad negativa es un aglutinante más fuerte que cualquier proyecto de futuro. A su vez la izquierda ha ido desgranando un aluvión de promesas populistas, bastantes de las cuales, en sentido estricto, no dependen del Gobierno, sino de las comunidades autónomas, como por ejemplo mejorar la atención sanitaria.

Estos modos de proceder no son casuales, sino deliberados. La apuesta por el populismo de algunos candidatos especialmente entusiastas les da un aire de hooligans gamberretes poco acorde con la prudencia que se esperaría de un representante público. Esto solo ya supone una degradación del espacio público poco deseable. Pero además, en estas elecciones han aparecido de un modo que no se había presentado antes casos de presunta compra de votos por correo por parte de diferentes formaciones políticas. Y esto es todavía más grave y preocupante, porque sería un camino de vuelta a las remotas épocas en las que en España de daban pucherazos electorales.

Admitamos que los compradores de votos sean espontáneos que actúan por su cuenta y no alentados directamente por las formaciones para las que compran las papeletas. No obstante, el hecho de que haya sucedido algo muy similar en lugares distintos hace pensar que el clima populista del «todo vale para conseguir un voto» esté empujando en esa dirección. Se impone frenar esa deriva porque con ella los votantes salimos perdiendo aunque ganen «los nuestros». Afortunadamente, parece que se detectan estos casos y que funcionan los recursos de nuestra democracia para atajar esta perversión.

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