Pasado de rosca

En el albor de un nuevo orden mundial

Bernar Freiría

Bernar Freiría

Hasta hace poco se creía que la globalización era un elemento pacificador en el mundo. Que los buenos socios no se pelean y que el intercambio comercial era la mejor vía para que las relaciones entre naciones se establezcan en términos no hostiles. La globalización trajo consigo una eclosión de intercambios comerciales como la humanidad nunca había conocido antes.

Pronto se vio que ese comercio universal también aporta algunas disfuncionalidades importantes. Por ejemplo, el despilfarro energético. Muchas veces, las materias primas hacen un gran recorrido desde su origen hasta sus lugares de manufacturación para después regresar como productos elaborados a los países de los que han salido. Otro efecto indeseado es que la deslocalización de industrias, que buscan lugares en los que la mano de obra resulta más barata para rebajar los costes, conduce al desmantelamiento de muchas fábricas en los países desarrollados.

La pandemia primero y la invasión de Ucrania por parte de Rusia después nos hicieron despertar definitivamente de ese feliz sueño de paz y prosperidad para todos. La primera señal fue el cuello de botella que se produjo en la industria automovilística por la escasez de chips fabricados en la China paralizada por el COVID. Por otra parte, Alemania, por ejemplo, pagó caro el haberse arrojado en brazos de Rusia para su aprovisionamiento energético cuando las sanciones por la invasión de Ucrania le impidieron seguir comprando gas ruso para mover sus industrias.

De repente, descubrimos que algunos de nuestros socios, que tan fiables parecían, tienen una visión del mundo y unos sistemas de valores completamente distintos a los nuestros, si no incompatibles. El ejemplo más claro lo representa Rusia, que invade militarmente una nación vecina —Ucrania— y arrasa a sangre y fuego sus ciudades. Nos hemos dado cuenta de que la guerra no es simplemente un atavismo ya superado, y hemos descubierto que es preciso armarse para poder hacer frente a una hipotética agresión de un país —como Rusia— que, lejos del supuesto ideario pacificador de la globalización, acaricia un sueño imperial y que ve, con más o menos fundada paranoia, a Occidente como un enemigo más real que potencial.

También se ha revelado ingenuo delegar en Estados Unidos la defensa europea, como veníamos haciendo hasta ahora. Especialmente cuando Estados Unidos compite con China de una manera cada vez más clara por la hegemonía mundial y por ejercer de árbitro único de los conflictos planetarios. Europa empieza a darse cuenta de que tiene que definir por sí misma sus relaciones con ambas potencias. Ya han viajado hasta Pekín el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, y el presidente de Francia, Enmanuel Macron, para establecer trato directo con el gigante asiático. Josep Borrell, alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, después de celebrar un aquelarre con los ministros de asuntos exteriores de la UE, también se pregunta cómo debe ser nuestra relación con China. Y es que hoy por hoy aún somos dependientes de China, de donde seguimos importando muchas mercancías y vamos con retraso para rediseñar nuestras estrategias. China se ha adelantado y ha tomado mucha ventaja, por ejemplo, en asuntos de minería. Tendremos el poder de diseñar y fabricar baterías eléctricas y chips, pero las materias primas hemos de comprárselas a China, que nos las ha madrugado monopolizando en origen los minerales necesarios.

A la hora de definir cuáles han de ser nuestras relaciones con China tampoco podemos olvidar que su respeto por las libertades democráticas y los derechos humanos es nulo. Y que eso, como en el caso de Rusia, puede tener efectos dramáticos sobre terceros países. De momento, la carencia de libertades en China es un lastre muy pesado para la libre circulación del talento, lo que nos da una superioridad no menor que deberíamos aprovechar. Pero para eso hay que estar en guardia y sacarle todo el partido que se pueda a la democracia, haciendo frente a todo lo que pueda amenazarla.

La amenaza no viene solo de las potencias de oriente con sistemas autoritarios. También hay que evitar que las oligarquías occidentales marquen el rumbo a la política. No nos engañemos sobre las oligarquías, incluidas las nuestras. Para ellas —que para más inri, a menudo ya no son personales, como ocurre con los famosos fondos de inversión, monstruos sin cabeza—, el único valor existente es el beneficio creciente al que sacrifican cualquier otro, derechos humanos y democracia incluidos, si fuere menester. De ahí que sea cada vez más perentorio participar en la vida pública de manera activa, achicando espacios a la oligarquía. No vamos por mal rumbo en España. Aunque sea tímidamente, algo avanzamos en ese sentido. Esos impuestos especiales a las grandes fortunas o el nuevo pacto social orientado a que suban los salarios y se frenen un tanto las ganancias exorbitantes de las grandes empresas son iniciativas que van por el buen camino de ejercer una voluntad política que no acepte sin más la imposición de la voluntad de los oligopolios. Para salvaguardar la democracia no solo hay que votar cada vez que somos llamados a las urnas. Pero también.

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