El Prisma

La nueva movilidad urbana: volveremos a la tracción animal

Pablo Molina

Cuando se aproximan elecciones se agita el mercado de la obra pública municipal con una intensidad directamente proporcional a los fondos de los que dispone cada ayuntamiento para gastar en contratos menores, que es la fórmula administrativa que deja al concejal las manos libres para adjudicar obras con la máxima discrecionalidad. Las ciudades y los pueblos, aún los más pequeños, entran en una fase de agitación presupuestaria que contribuye notablemente a estimular la economía y a la creación de puestos de trabajo en ese periodo. Otra cosa es la oportunidad de llevar a cabo todas las obras públicas que se ponen en marcha en año electoral y su utilidad en términos cívicos, dos cuestiones divergentes porque cada una obedece al interés de los protagonistas implicados: los políticos y los ciudadanos.

Los planes de movilidad de las ciudades son el argumento perfecto para justificar tanto dispendio y, sobre todo, las molestias de todo tipo provocadas a la población que ha de sufrir el levantamiento de calles y aceras o el estrechamiento definitivo de vías con tráfico intenso para que los patinetes eléctricos circulen con mayor comodidad.

Aquí surge una de las grandes cuestiones que la clase política da por supuesta cuando, al contrario, hay mucho que discutir. Porque la verdadera esencia de una ciudad, lo que da sentido a esa aglomeración humana en un escaso espacio de suelo es permitir el movimiento rápido de vehículos para desplazar personas y mercancías de un punto a otro en el menor tiempo posible. Por eso, cuando los alcaldes y concejales inauguran carriles bici apropiándose del espacio destinado a los vehículos están poniendo las bases para que su ciudad sea un lugar inhóspito y poco recomendable para vivir o poner un negocio de cierto tamaño.

La ciudad amable con los ciclistas y los pilotos de patinete, ese lugar en el que lo encuentras todo en un radio de 15 minutos caminando ya está inventada: se llama pueblo. Lo que pasa es que la gente se va de los pueblos a las ciudades para estar más cerca de los trabajos mejor remunerados y mejorar su nivel económico, asumiendo el descenso en la calidad de vida respecto al ámbito rural como un precio que se paga gustosamente.

¿Por qué protestan los vecinos y empresarios de los barrios populosos cuando el ayuntamiento anuncia que va a peatonalizar algunas de las calles para mejorar la movilidad? Pues porque son ellos los que van a sufrir en primer lugar las consecuencias de una transformación impuesta por la clase política a espaldas de las necesidades reales de los contribuyentes.

Con los nuevos planes de movilidad anunciados por los grandes municipios se ponen las bases para expulsar a la población de las zonas más céntricas y, con ella, los pequeños negocios de barrio. El resultado es que los centros de las ciudades se convertirán en amplios espacios urbanos peatonalizados, destinados al turismo y llenos de bares y tiendas de todo a cien. Ese es el modelo al que nos llevan los planes de movilidad, que son presentados a los ciudadanos como una apuesta imprescindible para modernizar la ciudad y, como no, luchar contra el cambio climático, el comodín preferido por la clase política para que la gente acepte sus tropelías.

Los alcaldes y concejales quieren que vayamos en bicicleta y patinete porque, dicen, ese es el futuro. Un pijo, el futuro; eso es precisamente el pasado, cuando solo los ricos podían viajar en vehículo propio. Lo siguiente será hacer carriles para carromatos de tracción animal, otra apuesta de futuro. Ellos, sin embargo, seguirán sufriendo desplazándose en coche oficial.

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