Luces de la ciudad

Palmadita en la espalda

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

Apenas hará unos días, leía en un digital la noticia de que un futbolista del Club Atlético Osasuna, en concreto el croata Ante Budimir, había trasladado en su vehículo a una señora de 78 años que necesitaba ir a un hospital de Pamplona y no encontraba taxi. A pesar del intento del jugador por mantener el anonimato, poco después, la noticia saltó a la opinión pública y el futbolista, casi obligado por las circunstancias, restaba importancia a su acción y declaraba que tan solo hizo lo que le hubiera gustado que hicieran con su madre o su abuela si se encontraran en la misma situación.

Esta información me hizo recapacitar sobre la disposición que tendríamos cualquiera de nosotros para trasladar, si fuese necesario, a un desconocido a un lugar relativamente cercano. Afortunadamente, y a la vista está, todavía existen personas dispuestas a hacerlo sin excusas y sin esperar un agradecimiento posterior.

Es una lástima que un hecho tan simple como este no sea también un hecho normal, cotidiano. Y no lo es porque nuestros actos parecen estar enfocados exclusivamente en la búsqueda del reconocimiento de los demás, olvidando por completo el altruismo emocional que permite realizar cualquier tipo de actividad de forma anónima, sin desear más recompensa que la satisfacción personal.

Tengo que admitir, a pesar de la opinión de Séneca («Para poco ha nacido quien aguarda el reconocimiento de sus contemporáneos») que el ser humano no solo busca, sino que necesita del reconocimiento de otros. Necesitamos sentirnos valorados y mantener firme la autoestima. El psicólogo estadounidense Abraham Maslow (1908-1970) en su obra Pirámide de necesidades cataloga el reconocimiento como una de las necesidades básicas que impulsan a las personas a la realización o trascendencia de ellas mismas.

Y no hablo de conseguir las cotas más altas del reconocimiento internacional: premios Nobel, Oscar, Balón de Oro, Pulitzer, Príncipe de Asturias… destinados a un pequeño grupo de elegidos. En su época, el novelista y periodista inglés William Makepeace Thackeray (1811-1863) ya afirmaba que «junto a la excelencia, viene el reconocimiento», sino más bien me refiero a esa palmadita en la espalda que actúa como palanca impulsora para procurar mantener el nivel de nuestra actividad y en la medida de lo posible, superarlo. ¿Quién puede negar que, de vez en cuando, un reconocimiento a nuestras habilidades o cualidades, por pequeño que sea, no es bienvenido? ¡Qué rico está esto! ¡Qué bonito tienes el jardín! ¡El artículo: estupendo! ¡Eres encantador! ¡Qué gran profesional!

Pero ojo con obsesionarnos. Estoy de acuerdo en que si algo tememos con verdadera angustia es sentirnos ignorados y/o menospreciados, es decir, convertirnos en un ser invisible para el resto de la sociedad. Por tanto, resulta relativamente fácil sucumbir a la necesidad de que todo lo que hagamos, y digo todo, tenga un único objetivo: el halago de los demás. Hasta el punto, como ocurrió con el matrimonio entre María Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra, uno de los dramaturgos más exitosos de la España anterior a la Guerra Civil, en el que ella se ocupaba de la autoría de las obras y él de la puesta en escena y de recibir el reconocimiento.

Pero no todo vale. Simplemente, pensemos más en nosotros mismos y menos en los halagos de los demás y dejemos al río seguir su curso. Tarde o temprano, si es merecido, el reconocimiento llegará.

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