Todo por escrito

Roald Dahl y el dramatismo del mundo

Gema Panalés Lorca

Gema Panalés Lorca

Federico García Lorca estudió el modo en que las mujeres españolas dormían a sus hijos. Viajó de pueblo en pueblo tomando nota de las nanas que cantaban las madres y amas de cría de todo el país, y llegó a la conclusión de que nuestras canciones de cuna se definen por su crudeza y dramatismo. Al contrario que el ‘suave y monótono’ estilo europeo, la tradición española es descarnada y áspera. La mujer inculca al niño la cruda realidad y, con ternura, «le va infiltrando el dramatismo del mundo», explicó el poeta.

Desde el momento en que nacemos, nuestra sensibilidad queda expuesta como una herida abierta. Los cocos que vienen y nos comerán, los trabajos y obligaciones desagradables, la pobreza, la decepción, la soledad o la muerte. Todos estos temas centran las canciones de cuna de nuestro país. Hay una que Lorca consideraba especialmente tierna y terrible: «Este galapaguito/ no tiene madre./ Lo parió una gitana,/ lo echó a la calle».

Roald Dahl también tuvo una infancia dura: perdió a su padre con 4 años y pasó su adolescencia en un internado. Sin embargo, nadie como él ha sabido entender la fragilidad e inocencia de los niños, sin minusvalorar un ápice su inteligencia y fuerza.

Matilda fue el primer libro ‘gordo’ que me leí, como tantos otros niños del planeta, y me fascinaron sus personajes crueles y retorcidos, que contrastaban con la bondad y sentido de la justicia de la protagonista.

Ha sido un periódico, The Daily Telegraph, el que ha destapado los cientos de cambios que la editorial británica Puffin Books ha realizado en la inmortal obra del escritor de Las Brujas y Charlie y la fábrica de chocolate, para hacerla ‘más inclusiva’. El revuelo ha sido global y el enfado generalizado, porque ‘reescribir’ a Roald Dahl, fallecido en 1990, es un crimen para cualquiera de sus millones de lectores.

En los últimos años ha ido ganando peso en el mundo editorial una figura conocida como ‘asesor o lector de sensibilidad’, que se encarga de revisar los libros y buscar el contenido ‘ofensivo’ para suprimirlo y garantizar la ‘inclusión’. Para mí, lo más grave de esta censura no ha sido la sustitución de palabras (‘gordo’ por ‘enorme’ o ‘cajera de supermercado’ por ‘científica’), sino la eliminación de frases y párrafos completos.

Hay un relato para adultos de Dahl que se llama Placer de clérigo’, que muestra que la estupidez y la avaricia humana no tienen límites. El protagonista es un pícaro anticuario que se hace pasar por cura y engaña a pueblerinos para comprarles sus muebles antiguos por cuatro perras. Un día, da con una excepcional cómoda victoriana que compra a su bobalicón dueño por 20 libras (su valor real es de 20.000), tras asegurarle de que se trata de un vulgar mueble del que solo se salvan las patas. Mientras el falso cura, entusiasmado, va a buscar su coche para cargar la antigüedad, el dueño y sus brutos amigos cercenan las patas de la cómoda y la despedazan hasta convertirla en leña. «Así será más fácil transportarla y el clérigo no pondrá más pegas», piensan. Así me imagino yo a ese ‘asesor de sensibilidad’, poniendo sus zarpas puritanas sobre la obra de Dahl y cercenándola hasta convertirla en puré para desdentados.

La literatura es un acto íntimo que adquiere vida en soledad (al contrario que el cine o la música) y el lector es soberano para, en cualquier momento, dejar de leer. Los niños que hacen el esfuerzo de sumergirse en un libro tienen derecho a disfrutar de buenas historias que, siguiendo a Lorca, «les infiltren el dramatismo del mundo», con autenticidad y ternura. Ojalá todos los traumas de la infancia tuvieran su origen en la obra de Dahl.

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