Los dioses deben de estar locos

Marina sueña con su madre

Marina sueña con su madre

Marina sueña con su madre

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Marina Tsvietáieva apenas oculta la frustración que involuntariamente había provocado a su madre, cuando esta, que deseaba dar a luz un varón, tampoco pudo hacer de su hija una gran pianista, como ella misma lo hubiera sido, si no hubiera puesto su vida a disposición de su marido y de su familia. Pero el recuerdo de la madre tempranamente fallecida, a quien Marina debía al menos su gran amor por la música, siempre estuvo vivo, como una prodigiosa flor eternamente lozana, y de cuyo néctar se destilara en ocasiones el peligroso opiáceo de la nostalgia, bálsamo y veneno por igual.

Marina Tsvietáieva es una muchacha joven, muy joven, de apenas dieciocho años, cuando escribe una carta deliciosa a su buen amigo, el poeta simbolista Lew Ellis, a quien ella llama cariñosamente ‘el mago’. En la misiva, la joven refiere un sueño lleno de símbolos, cargado de sentido, una auténtica alegoría poética brotada de los manantiales más profundos del alma. En el sueño busca incansable a su progenitora. Entramos en un París onírico y misterioso, en el que la madre irrumpe con su piel blanca y sus ojos negros. Nada invita a pensar que estaba ya muerta, y solo poco a poco la autora es consciente de que algo misterioso e inesperado está ocurriendo. París es demasiado triste y demasiado peligroso para estar sola, Marina teme al desamparo, y por ello, el reencuentro entre madre e hija es feliz, por desgracia también breve.

La joven Marina ruega a su madre que se quede con ella, que permanezca. Pero ni los muertos ni los vivos pueden decidir sobre su destino ni permanecer con quienes aman. En su despedida, la madre lanza un extraño oráculo: no han de encontrarse más que misteriosamente y siempre a través de apariencias fugaces; cada que vez que Marina vea algo hermoso, algo que agrade y reconforte, será señal de que su madre está allí, presente de alguna manera enigmática. El amor no lo puede todo, pero a veces logra vencer el abismo que separa el mundo de los vivos y el de los muertos, si logramos captar con los ojos del espíritu aquello que es verdaderamente poético.

Mas no parece fácil cuando el hermoso sueño del reencuentro se transforma en pesadilla, e irrumpen personajes anónimos, oscuros e inquietantes, cuando invaden la escena tranvías y automóviles, y estalla un ruido ensordecedor de voces que chocan entre sí. Todo se convierte un tumulto endemoniado, provocado por fuerzas hostiles que desean impedir que madre e hija vuelvan a encontrarse. La pena invade a Marina, a quien la soledad golpea, paradójicamente, en medio de aquella vorágine desbocada en la que es imposible estar solo. Es consciente de que su madre no puede ejercer ningún poder contra las presencias temibles que ahora pueblan su sueño y que han adquirido formas amenazantes. Aunque pregunta por su madre, no obtiene más que respuestas retorcidas, y enmudece desolada, triste y abandonada.

De repente, en medio de la confusión que la agobia, aparecen tres mujeres de aspecto bondadoso y apacible. Una de ellas tiene una mirada cálida, algo que a Marina resulta familiar y despierta en ella una alegría que recorre su corazón, como si la dicha, escondida en el interior del sueño, oculta en lo más profundo de la pesadilla, brotara igual que brota el agua de la roca en el desierto al ser golpeada por la vara de Moisés. En aquella desconocida y en aquellos ojos Marina siente sin duda la presencia del amor, presencia que es bondadosa, dulce y enternecedora, como debe ser el rostro de una madre.

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