Los dioses deben de estar locos

Victor Hugo y las veladas de Guernsey

Victor Hugo y las veladas de Guernsey

Victor Hugo y las veladas de Guernsey

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Victor Hugo siempre será el titán de la literatura francesa, semejante a un gigantesco roble cuya majestuosidad todos los demás escritores admiraran. El desventurado Aloysius Bertrand había puesto bajo la protección del gran poeta su enigmática obra Gaspard de la Nuit. Baudelaire, el poeta maldito, amigo del escándalo y la oscuridad demoníaca, reconocía a Hugo como el artista de mayor mérito entre sus contemporáneos, y en una carta al crítico Armand Fraisse, no había dudado en afirmar que en sus versos, aun con algunas impurezas, el lector encontraba una sabiduría que destilaba eterna belleza. Sin embargo, Napoleón III había convertido al gran escritor en un desterrado, forzado a residir en las islas del Canal de la Mancha.

En Guernsey el gigante de las letras reinaba sobre una corte de fieles y seguidores devotos, como si fuera un arcángel caído, expulsado más allá de los límites del mundo. Hugo, al igual que Prometeo encadenado en las cumbres del Cáucaso, era guardián de profundos pensamientos y en él vivía el espíritu de la profecía. El exiliado conocía bien la doctrina mesmerista, el hipnotismo y el espiritismo. Se había lanzado a buscar lo oculto con los ojos del espíritu, pensaba que solo con ellos podría atreverse a desvelar el arcano, porque la ciencia, aún balbuciente, no era capaz de iluminar las zonas de sombra situadas más allá de la razón, en la oscuridad profunda de lo desconocido.

Habitualmente el entorno del poeta hablaba y discutía mucho de la realidad encantada y misteriosa del mundo; también en aquellas latitudes atlánticas, junto al mar y la naturaleza, donde la existencia de antiguos castillos y ruinas de edades antiquísimas excitaban la sensibilidad de los allí presentes. Las sesiones nocturnas en las que se invocaba a los espíritus eran constantes. El poeta asistía al principio como testigo, sin participación activa, hasta que durante una de ellas, el 11 de septiembre de 1853, algo inesperado ocurrió.

El espíritu convocado había desparecido, y fue otro ser el que habló de repente. Era Leopoldine, la hija querida del poeta, fallecida en un naufragio. Aquella noche, Hugo conversó, por fin, con ella; pudo preguntarle por su felicidad en las regiones ignoradas del Hades, indagar si sufría o era un espíritu dichoso, y si era consciente de la añoranza y del vacío que su ausencia había dejado tras de sí.

En tales ocasiones conversaba con almas ilustres de tiempos lejanos, otros escritores, largo tiempo desaparecidos del suelo que pisan los mortales, que regalaban a Hugo, para que los escribiera, póstumos versos de ultratumba. La grandiosa revelación de un mundo ignoto se completaba con la presencia de espíritus antes desconocidos, personificaciones del universo o de la naturaleza que revelaban al escritor circunstancias inimaginables: que los astros eran seres dotados de condición razonable y moral; cuál era el destino de las almas después de la muerte en los espacios siderales; o si existían espíritus atrapados en animales, rocas y plantas.

A través de aquellas conversaciones al amparo de la noche, Víctor Hugo, poeta y profeta, iba cartografiando un auténtico cosmos jamás soñado por mente alguna, en el que la tierra era un espacio de dolor y de tránsito habitado por los humanos, mientras que por encima de nuestras cabezas existían, según informaban los espíritus comparecientes, mundos más elevados, habitados por entidades e ideas universales, de una antigüedad tal que ya existían antes del nacimiento de nuestra especie. Hugo sentía que su poesía, preñada de poderosas imágenes y símbolos, era capaz de explicar lo inexplicable, e iluminar los misterios que el alma no podía captar inmediatamente. Lo sobrenatural era fruto, tan solo, de la momentánea incapacidad humana para desvelar el enigma.

Con su poesía inspirada el escritor pugnaba por ser también el heraldo de una nueva edad, en la cual pudiéramos contemplar, como lo hizo Moisés en el Monte Sinaí, el borde mismo del manto de Yavé, una vez liberada la humanidad de la prisión de ignorancia y dolor que parecía ser el mundo, y con un camino abierto hacia las estrellas.

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