Salud y rock and roll

Columna ñoña

Belen Unzurrunzaga

Belen Unzurrunzaga

Nadie nos cuenta al llegar a este mundo que a lo largo de la vida hay momentos que nos marcan para toda la vida; la pérdida de una mascota, el primer desamor. Otro de esos momentos es sin duda descubrir que los Reyes Magos, Papá Noel o el Ratón Pérez no existen. Nadie nos prepara para esta primera gran estafa en la que están compinchados demasiados actores: la familia, la prensa, los Ayuntamientos con sus cabalgatas, una gran representación en torno a la infancia que salta por los aires al escuchar la frase «los reyes son los padres», y ¡zas!, a la mierda la inocencia, así de golpe y sin anestesia. ¿Recuerdan el momento en que perdieron esa magia de cuando éramos niños? Aquellos días en los que creíamos que los Reyes Magos se bebían nuestros vasos de leche y las galletas, entraban por la ventana y llenaban la casa de los regalos que habías pedido. Ni te dabas cuenta de que la letra de la carta que te dejaban era la de tu madre, porque creías en la magia.

Esta semana me he enterado de que mi sobrina de 11 años ha perdido la magia; una de sus amigas, a la que en estos momentos no le tengo ninguna simpatía, se lo contó. Me dijeron que lloró y durante un par de días estuvo algo triste. Ojalá haber apurado un poquito más y disfrutar de su cara de asombro y pureza, un año más en los días de Navidad.

En cuanto crecemos y dejamos de mirar con ojos de ilusión, empezamos a ser conscientes de la dureza de la vida: las ausencias de los abuelos alejan los encuentros y las reuniones familiares. De ser quince, pasas a ser cuatro en la mesa, ya no es tan divertido. Mamá ya no puede hacer las bromas de otros años, ni su riquísima cena de Nochebuena. Todo cambia, los años se nos echan encima, la vida se va rápido. Nos hacemos mayores, dejamos de tener interés por salir tras la cena, cuando en otros tiempos, volvíamos a casa al amanecer. Ahora tomamos el testigo familiar y dejas toda la cocina recogida antes de acostarte, y todo listo para el día siguiente, día de Navidad, y el segundo round gastronómico.

Adoro la comida de Navidad, las sobras, el caldo con pelotas, la sobremesa con mis sobrinos saltando en la cama en la que duermo cuando estoy en casa de mis padres. Un año más, seguimos todos juntos, y un año más miro a mi alrededor para guardar en mi memoria otra Navidad en familia.

El año pasado y el anterior la vida nos dio un toque, perdimos seres queridos, no pudimos despedirnos de ellos, no podíamos tocarnos, abrazarnos y al reunirnos poníamos en riesgo a nuestros mayores. Una pandemia nos ha robado dos años de nuestra vida, así que abracen, toquen y besen, digan te quiero, recuperen la magia, aunque sea sólo por unos días, esa que los niños perdieron al escuchar el gran secreto que rodea los regalos, los Reyes que vienen de Oriente o Papá Noél en renos voladores.

Aunque nada de esto sea verdad, no estaría mal que recuperasemos nosotros un poco de magia, hasta que la rutina nos vuelva a comer, volvamos a lo de siempre, y olvidemos lo importante. Me niego a perder la magia a pesar de tener canas y los 50 me saludan a lo lejos. La magia para mí es el olor de mi madre cuando me tumbo a su lado, es emborracharme con mi cuñada y contarle que vuelvo a ser feliz. Es reírme con mi hermano y mi sobrino. Es ver a mi padre hartarse a comer hasta reventar, es abrazarte a la familia de la que te alejaste. Es hablar con tu sobrina y decirle que por mucho que ya no sea lo mismo, la magia no está perdida, sólo depende de nosotras.

Quién diría que soy el grinch y que odio estas fechas después de la ñoñería de columna que me ha salido para desearles una Feliz Navidad.

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