Las trébedes

Es difícil jubilarse

Cuando tantas personas me dicen ‘qué envidia’, yo les digo que ninguna, que vivan con plenitud cada momento, que la vida no es algo que está en el futuro sino en el más puro presente

Carmen Ballesta

Es difícil jubilarse. No ya porque pierdas de pronto tus rutinas, ni únicamente porque dejas de ser quien has sido, si como es mi caso tu profesión formaba parte esencial de tu ser. Es difícil porque tienes que afrontar el hecho de que inicias la última etapa de tu vida. La última de verdad. Ya no vale pensar que habrá más oportunidades, que los errores podrás enmendarlos o que… Ya no, ya no puedes seguir engañándote. Ahora la vida se te presenta con toda su finitud cara a cara. Por si fuera poco, tienes que aceptar que ya viviste, que ya no puedes ser otra que la que fuiste.

Desde un punto de vista egoísta, esta etapa ha venido precedida de algunas trompetas anunciadoras. De pronto, empiezan a morirse padres y madres, tías y tíos, incluso algunos compañeros (todavía no he salido del choque de la pérdida de Manolo Lario). A menudo, además, aparecen los famosos achaques (osteoporosis, colesterol, hipertensión…). Es un asco.

Por eso, cuando tantas personas me dicen ‘qué envidia’, yo les digo que ninguna, que vivan con plenitud cada momento, que la vida no es algo que está en el futuro sino en el más puro presente. Es estúpido vivir pensando y esperando un mañana. Es un error de hybris infantiloide, pues bajo esa idea subyace la creencia, más o menos consciente, de que los hombres dominamos la realidad y el tiempo, la vida. Dicho de otra forma, la creencia de que podemos hacer lo que queramos, de que todo es cuestión de actitud, de propósito y de voluntad o esfuerzo. Pues no, eso fue como mucho un espejismo de la Europa rica de algunas décadas del siglo XX. Sin embargo, es aún más estúpido y absurdo vivir sin planes o previsiones, sin ilusión. Necesitamos proyectarnos hacia el futuro, intentar llevar las riendas de nuestra vida, enseñorearnos de ella si queremos vivirla con verdadera humanidad; pero al mismo tiempo necesitamos la humildad y la sumisión del esclavo que no sabe cómo será cada día que amanece. Primera dificultad de la jubilación, que antes se llamaba, con mucha más propiedad, retiro.

Hace unos días atravesé un campus universitario por la mañana. Realmente sentí que podría cambiarme por cualquiera de aquellas jóvenes veinteañeras y entrar en clase, tomar apuntes, reverenciar a mis profesores favoritos y pasar nervios antes de un examen o con una mirada del chico que me gusta. Tal cual lo sentí, toda la vida por delante. Segunda dificultad, asumir que ya pasó casi todo: la facultad, los amores, las juergas, la oposición, el concurso de traslados. Casi todo es un «ya fui (estudiante, opositora, joven profesora, etcétera, etcétera, etcétera)».

Aún así, la vida se tiene siempre por delante. Y por detrás también. Lo que pasa es que, desde que tomé conciencia del tiempo, yo he mirado solo hacia delante. Quizá un poco tontamente he ignorado el pasado, cada día era de estreno. Y ahora no puedo seguir haciéndolo, porque el nudo del presente está hacia el final de la cuerda. Ahora me parecen verdaderos muchos tópicos. A mí, iconoclasta desde la más tierna infancia, mira tú. Cada minuto es oro; el tiempo vuela; la vida es un suspiro; y cosas así. Tercera dificultad de la jubilación: culminar esa vida dignamente.

Consciente de cuantos privilegios me ha concedido la vida, estoy dispuesta a no desperdiciar ninguno. Me ha dado el mejor compañero, profesión completada sin contratiempos, capacidad económica para vivir con dignidad, salud y atención médica suficientes, pertenencia a una sociedad libre… la lista es muy larga, dejémosla incompleta, porque pienso seguir descubriendo las menores briznas de felicidad posible cada día. Mi felicidad no consiste en tumbarme a la bartola, reír, comer y beber. La felicidad consiste en vivir bien. Y en eso estamos.

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