Ocho de la mañana. 30 grados y subiendo. La ciudad se despereza y nosotros ya estamos en marcha con alegría y buen ánimo, caminando hacia ninguna parte.

Oye, date prisa -me dice mi compañero de viaje, que se ha adelantado unos metros mientras yo, a la zaga, miro distraída el móvil -¿No ves que vamos como las parejas de viejos? Nadie diría que estamos juntos.

En ese momento salgo de mi cuerpo, nos veo desde fuera y me da un ataque de risa: efectivamente, parecemos la típica pareja de ancianos que no se soportan y, aunque caminan con el mismo rumbo, mantienen una prudencial distancia entre ellos. Los metros de separación suelen ser proporcionales a los años de convivencia: a mayor cantidad, más años de aguante del respectivo cónyuge. 

Llevamos lo de hacernos viejos como Bruce Willis llevaba lo suyo En el sexto sentido: sin querer asumir la realidad, negando la mayor. Porque uno nunca se ve viejo a sí mismo, al contrario, los años nos aportan hasta más confianza.

Mi primera toma de conciencia del paso de los años se la debo a mi vecino de arriba, un galán incombustible ya jubilado. «¿Qué cumples? ¿26?», me dijo cuando se enteró de que era mi cumpleaños. Si un señor de 70 intenta hacerte un cumplido diciéndote que aparentas menos edad, ahí lo tienes: eres vieja. Porque un joven jamás se quita años ni se toma como un piropo que se los quiten.

El otro día me estaba tomando unas cañas con dos amigas, cuando la pequeña (la veinteañera) comenzó a mirarnos con cara de aburrimiento y nos dijo con pena: «Vaya, qué putada. No sabía que fuera algo tan común. Nunca lo había oído». A ver si adivinan de qué estábamos charlando la de mi quinta y yo: de hernias discales.

Los críos nos miran a los adultos sin saber que un día también fuimos niños y lo mismo les pasa a los jóvenes vírgenes de canas. Además, vamos marcando y derribando fronteras de vejez constantemente. De adolescentes: ¡Madre mía, qué viejos los de 20! Con 30: me quedan diez años antes de ser oficialmente viejo. Etc.

Podemos echar mano del bótox, pero curiosamente la edad se revela en detalles que no tienen tanto que ver con lo estético, como con nuestras conversaciones, forma de pensar y relacionarnos. Es un tópico, pero no deja de ser cierto que la edad es un estado mental. 

Mi padre contaba que él, cuando soñaba, siempre se veía a sí mismo de joven. Es decir, en el mundo de lo onírico, el reloj se le paró en los veintipocos. Si usted pudiese elegir una edad en la que permanecer para siempre, ¿cuál sería? Si su respuesta ha sido ‘la que tengo ahora’, entonces es usted joven. Vivir el presente: ése es el verdadero milagro ‘antiaging’.