La Opinión de Murcia

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Los hechos y los días

El socialismo al diván

Los trágicos griegos fueron los primeros en intuir en hexámetros lo que Sigmund Freud desarrolla con verborrea talmúdica: que los seres humanos desconocemos las razones profundas de nuestro comportamiento. Ignoro por qué les escribo esto que hoy les traigo, tanto como usted ignora los motivos (hondos, ocultos, irrevocables) por los que me está leyendo. Sí, ya sé que todos creemos poder describir los principios y la mecánica de nuestra toma de decisiones; pero no. Siempre queda por ahí algo que se nos escapa, y es eso que se nos oculta lo que explica el sentido y la verdad de lo que somos.

Las filias y las fobias, nuestros miedos, nuestros sueños y hasta el flujo de nuestro sudor obedecen a experiencias felices y traumas olvidados (pero no borrados) que nos constituyen. De eso va la obra de Freud, entre otras cosas.

Me viene todo esto a la cabeza porque entiendo que el comportamiento de los socialistas, comunistas y demás subespecies herederas del movimiento obrero del siglo XIX requiere de una suerte de psicoanálisis que desvele por qué no paran de matarse (literal y simbólicamente) entre ellos. El constante tira y afloja (por decirlo suavemente) entre el ‘doctor’ Sánchez y sus socios de gobierno; las trifulcas entre Belarras y Yolandas, tan distintas aparentemente de las cornadas (nunca mejor dicho) entre las Tanias y las Irenes; las purgas cíclicas de Carrillo, las de Stalin, las de Mao, las de Kim Yong-Un… En fin, se mire por donde se mire, el peor enemigo de un socialista/comunista es otro socialista/comunista. 

Achares y envidias también gastan las derechas, por supuesto; pero ni por asomo degeneran en la escabechina perpetua que libra siempre la izquierda consigo misma. Una degollina que eclosiona en un cese, cuando viven bajo el paraguas de un Estado de derecho; pero que se resuelve a cuchillo o en un paredón, en cuanto consiguen imponer su paraíso en la tierra. En la Rusia de Lenin, o en la China de Mao nadie estaba tan en peligro de morir fusilado como los propios miembros del partido comunista. Detrás de tanta saña ha de ocultarse un trauma, un ascua apenas soterrada capaz de convertir en llama viva el odio que se profesan los rojos a ellos mismos.

Pues bien, tengo para mí que los socialistas y los comunistas saben mejor que nadie que su pretendido paraíso no es tal, sino todo lo contrario: un infierno de mentiras, hambre, miedo y muerte, y es por eso por lo que, contra todo lo que ellos mismos creen, tienen miedo de sus propias victorias. Los rojos se conocen bien y se saben mentirosos sistemáticos y criminales minuciosos. Los rojos saben que su utopía cristaliza en un infierno irreal e inhabitable; que las naciones que gobiernan terminan pobres, enmarañadas, degradadas, desarrapadas, sucias, hambrientas y enfermas de cuerpo y espíritu. Los comunistas huyen unos de otros y corren a refugiarse en Londres, en Nueva York o en Ginebra, jamás en otro país comunista.

No se lo reconocen a nadie, ni a sí mismos; pero su quehacer diario obedece al impulso irresistible de un subconsciente que quiere evitar el desastre y prefiere siempre que ganen las derechas. Es por eso por lo que se matan entre ellos, porque saben que les va la vida en ello. Es por eso por lo que, en países como España, nos parece que más que ganar las derechas lo que ocurre es que, periódicamente, las izquierdas se matan entre sí para dejar el camino libre a quienes son capaces de salvarles de sí mismos. Por eso Stalin fusilaba a los suyos; por eso el doctor Sánchez liquida a sus fieles (¿por dónde andará José Luis Ábalos?); y por eso también los socialistas murcianos, desde los tiempos del presidente Collado, si no antes, no paran de destriparse entre ellos, y en ello siguen: porque en el fondo de sus corazones no soportan la idea de verse en San Esteban. 

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