La Opinión de Murcia

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Por un duro, un borrego #1

Santos Martínez

El Dios del columnismo

Yo no digo todo el mundo. Cuatro. Tres. Una persona, copón. Y tampoco digo en la Gran Vía. Ni en Alfonso X. Una persona en la calle Arcos. Un «eh, leo tu columna, máquina, ¡todo en orden!». O un ambiguo «eh, leo tu columna, máquina, ¡recuerda que para cocer patatas necesitas agua!». Ni siquiera pedí cumplir mi sueño: «Eh, leo tu columna, Bigotes, ¡y te voy a pegar una jamanza palos que vas a cenar potitos un mes!». Pero no. Eché el verano pasado escribiendo columnas para nada. En serio, nada. 

Esperé a El Dios Del Columnismo. Lo imaginé: el pelado de Juan Soto Ivars, el morrico de Javier Marías y la mirada perpleja —perpleja de que la gente siga cumpliendo 18 años— de Antonio Parra. Yo aceptaría el trato. Culo gordo, sopor, gomina, rodapié con coleta, pulpitismo. Cualquier atributo de un columnista exitoso por unas migajas. Solo había un recoveco. Si me hubiera exigido sandalias de esas mallorquinas que digo yo que se llamarán de alguna manera y que los pijos convierten en chanclas, habría dicho: «Estrella». Así mismo. Sin invitaciones a los eventos de Estrella Levante y fotos en Instagram con sonrisas, gamba roja, gamba blanca e ironías sobre el consumo de estupefacientes —le habría dicho—, no hay sandalias de esas que etcétera. 

Pues capullos en vinagre. 

¿Una foto de columnista? Mirada ladeada, pulgar e índice soportando una cabeza que pesa de tantas ideas y tanta literatura y, en fin, tanta paciencia con vosotros los mundanos. «Pero si llevas bigote», dijo el fotógrafo, y se dibujó un bigote con el dedo.

Anoche lo vi. No me comí un torrao porque no opiné. Abrí la web de este periódico. Precio, gasoil, Biden, temperaturas. ¿Estoy tan seguro de mis opiniones como para pontificarlas en un soporte que rezuma la solemnidad de estar muriéndose? Dios, si me miro al espejo y los días buenos me río. Sonó el timbre. Me puse una camiseta. Abrí. Una mano callosa apoyada en el quicio. Sujeta por un brazo moreno. Luego, un cuerpo. Entre gordo y mazado, entre 35 y 85 años. Rapado. Canoso. Ojos espídicos. 

Juan Alfonso Vivo —dijo, y me ofreció la manaza—. Tu vecino. Me quedo en el piso de mi hermano, que se ha ido a las misiones. En fin, ya sabes dónde estoy. 

Extendí la mano. Ya estaba subiendo una bicicleta estática por las escaleras. Cerré. Para qué querrá una bicicleta estática El Dios Del Columnismo.

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