Un libro de memorias que se titula No me acuerdo de nada enseguida invita a leerlo. En el caso de Nora Ephron, una de las cronistas más ingeniosas del periodismo de todos los tiempos, dotada con una gran capacidad para detectar y analizar los aspectos más absurdos de la vida, el título que engloba casi dos docenas de pequeñas piezas escritas en los últimos años antes de morir se refiere a todo aquello que a uno se le olvida porque se le está vaciando el disco duro y apenas lo recuperas con Google. Lo que no vas a recuperar, escribe Ephron, es tu vida, a menos que estés en Wikipedia, y «en ese caso puedas recobrar una versión inexacta de ella».

Ephron escribía maravillosamente bien. Para el papel y lo mismo para el cine. A quienes la conozcan y la hayan seguido les resultará imposible leer a muchas de las actuales columnistas de sociedad sin pensar que antes estuvo ella para marcar un camino. En No me acuerdo de nada, que acaba de publicar Libros del Asteroide, cuando este mes se van a cumplir diez años de su muerte, escarba inteligente y livianamente en la memoria para no cansar al lector. Repasa el pasado, su idilio con el periodismo, el amor y el divorcio (estuvo casada con Carl Bernstein, uno de los dos reporteros que destaparon el Watergate), su obsesión con el correo electrónico, sus manías, filias y fobias, la cocina y la comida, que supusieron para ella grandes entretenimientos en la vida, además de algunas de sus recetas. 

Por ejemplo, si hay alguien dispuesto a rebelarse contra la idea manifiestamente estúpida de una tortilla hecha de clara de huevo es Nora Ephron. Parece que no cabe en cabeza humana un disparate así y, sin embargo, ese disparate dio la vuelta a Estados Unidos durante el tiempo en que las yemas fueron declaradas proscritas por absurdas leyes dietéticas, que consideraban que los huevos al tener niveles altos de colesterol se los transmiten a quienes los comen. De modo que algunos amigos de Nora Ephron decidieron, para protegerse, cocinar insípidas tortillas de claras de huevo. En otros productos con colesterol, como es el caso de las langostas, la superchería y la desinformación no actúan de la misma manera que con la yema de un humilde huevo por no resultar alimentos tan habituales. 

Ephron, me sumaría a su ejército, declaró la guerra a la ‘colesterofobia’ de los huevos a la hora de hacer una simple tortilla. Háganlas con yemas de más, escribía. «Una buena tortilla se hace con dos huevos enteros y una yema extra, y, por cierto, lo mismo vale para los huevos revueltos. En cuanto a la ensalada de huevo, aquí va nuestra receta: hervir dieciocho huevos, pelarlos y enviar seis de las claras a los amigos de California empeñados en que la clara de huevo es buena de cualquier manera. Cortar con un cuchillo en trozos grandes los doce huevos restantes y las seis yemas, añadir mayonesa Hellmann’s y salpimentar a gusto». 

Otro de los grandes momentos en las memorias de Nora Ephron es cuando pasa del orgullo a la decepción por culpa de un pastel de carne que envió como sugerencia, en una lista personal, al amigo dueño de un restaurante que iba a abrir sus puertas en Nueva York. Inicialmente no sabía que el pastel de carne, la preferida de sus recomendaciones, iba figurar en la carta del Monkey Bar, así se llamaba el establecimiento, con su nombre: Pastel de Carne de Nora. Se sintió halagada; siempre había envidiado a Nellie Melba por su melocotón y a la princesa Margarita por su pizza. Cubierto con una salsa de champiñones le pareció igualmente delicioso; a los clientes también, y de esa manera se convirtió en un éxito hasta que dejó de serlo. El plato empezó a padecer los cambios en la cocina, de un chef a otro, nadie lo pedía y una amiga se le acercó para confesarle: «El pastel de carne sabe igual que un disco de hockey». ¿Un disco de hockey? Puafff!!! Se quedó de piedra. Más tarde despidieron al cocinero porque el pastel de carne era solo un síntoma del deterioro, en general, de la cocina. Lección aprendida: no admitan un plato con su nombre cuando no exista la garantía de que va a perdurar en las mejores manos. La princesa Margarita no puede quejarse por una pizza mal hecha, pero sí el que recomienda una comida y permanece vivo para ver cómo languidece entre los comensales. 

El acierto en remodelar sus peculiares impulsos hasta convertirlos en un brillante producto comercial fue el tic que definió la carrera de Ephron, que supo hacer de sus tristes experiencias historias divertidas y burbujeantes. Era hija de Henry y Phoebe Ephron, una pareja de ‘exiliados neoyorquinos’ en Beverly Hills, que escribía guiones de películas para Fred Astaire y Katharine Hepburn, y que más de una vez tomaron taxis separados para volver a casa después de una fiesta en San Francisco. Su madre descendió a los infiernos del alcoholismo y su padre, también alcohólico, fue víctima de depresiones maniacas. Hasta el punto que cuando Phoebe Ephron murió en 1971, debido a una sobredosis de pastillas administradas por su marido, Nora recuerda que para ella supuso un momento de alivio casi cómico. Quiso fijar en su memoria, como si se tratara de una leyenda familiar, el día en que su madre echó de casa a Lillian Ross, por entonces una periodista en el pináculo de la fama debido a sus reportajes en el New Yorker y sus perfiles de famosos, después de que Ross, que había acudido a la fiesta acompañando a un amigo de los Ephron, decidiera preguntarle si tenía tiempo para ver alguna vez a sus hijas, tras señalar un retrato donde posaban las cuatro, Nora y sus tres hermanas. Las habían educado en la creencia de que una mujer podía con todo, y Lillian Ross se había atrevido a cuestionarlo. Phoebe se convirtió durante años en una diosa inspiradora para su hija. «Yo perdí mi fe en ella mucho antes de que muriera. Sin embargo, esa noche, con Lillian Ross, la recuperé; recuperé a la madre a la que idolatraba antes de que todo se fuera al carajo», escribió la periodista neoyorquina a propósito del encuentro que mantuvo muchos años más tarde con la veterana periodista del New Yorker y en la que esta le confiesa que había conocido a su madre una vez que estuvo en su casa.