El Domingo de Ramos, la Iglesia propone la lectura completa y seguida del relato de la Pasión de Cristo, desde su prendimiento hasta su muerte en la cruz, pero este día lo que se conmemora es la entrada ‘triunfal’ de Jesús en Jerusalén.

Jesús envía a unos discípulos a que le preparen un borrico para entrar montado en él estando próxima la fiesta de la Pascua judía, un momento en el que Jerusalén está abarrotada de peregrinos que vienen a vivir la Pascua y que el prefecto romano aprovecha para desplazarse desde su sede en Cesarea marítima para controlar más de cerca posibles altercados que solían producirse en esta importante fiesta judía, en la que se exaltaban los ánimos patrióticos y solía haber problemas para las tropas romanas. La entrada del prefecto estaba rodeada de cierta pompa, con sus tropas en perfecto estado de revista, montado en un majestuoso caballo y con los ropajes propios de su cargo. Era un acto que mostraba ante el pueblo el poder de Roma y hacía más patente si cabe la postración de los judíos.

Jesús, con su entrada, a la vez que emula la del prefecto, realiza un acto simbólico en la línea de los profetas. Al contrario que los gobernantes opresores, Jesús se muestra como el buen gobernante, que no oprime a sus vasallos, sino que es sencillo y humilde. Esta entrada, a lomos del borrico, no podía ser bien considerada por el poder romano, pues es claro el tono de parodia que muestra, única crítica que el poder puede asumir sin descargar toda su furia. Las clases subalternas deben ser astutas para poder criticar al poder sin que este desate su violencia contra ellas. Por eso, Jesús, en momentos tan críticos para el pueblo judío, es capaz de mostrar su mensaje con claridad sin dar motivo para el castigo.

Jesús es aclamado como el hijo de David en su entrada y esto no podía pasar desapercibido por los jefes del pueblo. El pueblo lo tiene por un mesías davídico y la tradición es clara en considerar que este mesías debía liberar al pueblo de la dominación extranjera, y de paso eliminar a los que colaboran con esta dominación. Jesús se muestra como un rey, pero un rey cuyo reino funciona de manera radicalmente opuesta a los reinos que hay en este mundo, como el romano. Se trata de un reino con valores invertidos: amor, misericordia y justicia. Esta será la causa de su ajusticiamiento. Serán los propios jefes del pueblo quienes lo detengan, valiéndose de una delación, para llevarlo ante el prefecto y solicitar la pena máxima, bajo la acusación de que «solivianta al pueblo, enseñando por toda Judea, desde que saliera de Galilea». Esta acusación es clara: se pretende rey de un reino y por tanto está cometiendo un crimen de lesa majestad ante Roma. Roma solo puede hacer una cosa: ejecutarlo como un sedicioso político. Para los subversivos y revolucionarios, Roma tiene un instrumento de muerte muy eficaz: la cruz. Su entrada en Jerusalén, al contrario de lo que pretendían sus seguidores, es el camino directo hacia la cruz. El mesías debe sufrir en sus carnes el justo castigo por haber intentado levantar al pueblo postrado.