En este 2022 de nuestras desdichas pandémicas se cumplen cien años de la publicación de Ulises de James Joyce. Acaba de reestrenarse esta semana La noche de Molly Bloom, en el Teatro Quique San Francisco de Madrid, cuarenta años después de su primera puesta en escena. Asistí con emoción a una de aquellas soberbias representaciones en las que Magüi Mira ponía cuerpo y voz a la protagonista del último capítulo de la genial novela del irlandés.

La misma actriz que ahora vuelve a meterse en la piel de Molly Bloom. Probablemente en este 2022 de nuestras desdichas pandémicas queden ya muy pocas personas que tengan la paciencia de leer la que ha sido una de las cimas literarias del pasado siglo. No porque Ulises haya resistido mal el paso del tiempo.

Al contrario, en ese último capítulo en el que asistimos al largo monólogo sin signos de puntuación de Molly Bloom se condensa más verdad sobre lo que es ser mujer que en veinte tratados de feminismo. Hay más precisión sobre la relación entre pensamiento, cuerpo y mundo que en todos los libros de antropología publicados. Y hay una visión más certera del núcleo mismo del deseo que en todos los torpes intentos de exponerlo sistemáticamente por parte de la psicología. Ahora que está tan de moda la ficción del yo hay que volver a la lectura de Ulises para aprender, por si se nos había olvidado, qué es auténtica literatura y en qué consiste la magia de crear, desde la radical subjetividad, un mundo con la palabra escrita, uno que muestre todas nuestras ansias, nuestros temores, nuestras ambiciones, nuestras certezas y nuestras dudas.