He escuchado estos días la frase más triste del año: la vida nos mata lentamente. No el trabajo o la enfermedad o el desamor. La vida en general. Como si hubiera un síndrome del quemado por la vida. Los síntomas con los que se suele identificar la que se considera la gran enfermedad laboral del siglo XXI pueden extenderse al estado de malestar general que nos ahoga: despersonalización, agotamiento crónico y falta de perspectivas. No sabemos a qué atribuirlo o a quién culpar. La vida es un jefe desalmado que nos somete a sus caprichos y nos asfixia con sus vaivenes. Este año se va envuelto en una atmósfera enrarecida y dejando un poso de tristeza que no sabemos a qué se debe. Podemos pensar en el persistente virus que permanecía agazapado para resurgir en el momento más inoportuno, empeñado en ser el protagonista de la fiesta. Hace un año nos animábamos unos a otros diciendo que de esta saldríamos mejores. Ahora empieza a calar la idea de que de esta no saldremos de ninguna manera. Y no saldremos porque este es el mundo en el que vivimos, el que hemos construido a conciencia.

No es casualidad que uno de los grandes temas de nuestros días sea el suicidio. No en el sentido del dilema sobre las razones para vivir. Esa etapa ya está abandonada, una vez constatado que no hay ninguna razón. Sino en el sentido que le atribuyen los técnicos de la OMS como la consecuencia de una de las grandes enfermedades del siglo XXI, la depresión. Aunque no hay evidencias de un aumento de suicidios con respecto a otras épocas, por algún motivo ahora esa realidad reclama nuestra atención y se repiten como una letanía incomprensible las cifras que no sabemos si interpretar como espantosas o normales: diez personas se quitan la vida cada día en España, una lo hace cada cuarenta segundos en todo el mundo. Cuando uno está quemado siente la vida como una amenaza, algo dañino que infunde miedo. Nos paraliza la mente y el cuerpo: atrapados en la tristeza y la ansiedad, no podemos pensar ni sentir. Al tiempo que no sabemos dónde ir, nos vemos empujados a ir a alguna parte. Donde sea.

Son los dos factores del suicidio: la desesperanza y la impulsividad. No hay señales ni caminos. Y nadie nos acompaña. La publicidad, que siempre rema a favor de la corriente y que suele actuar como un médico que fuera capaz de hacer un diagnóstico preciso de la enfermedad, pero que careciera de las medicinas más básicas para aplacarla aparte de un puñado de tiritas, parece haber captado este malestar general y ofrece estos días uno de sus pobres remedios con el sofisticado lema de #viviresacojonante.

Pero hay un anuncio que sí nos ilumina el camino. Vuelve todos los inviernos. Exactamente mañana.