Dicen por ahí que nunca hemos estado tan mal de la cabeza. Parece ser que la pandemia y sus encierros, los cambios que se han producido en nuestras vidas debidos al bicho han desatado nuestras neuras, y que andamos todos como vaca sin cencerro, que decía Chus Lampreave. Explicado así, medio en broma, el problema parece menor de lo que es, pero hemos de dar por cierto que aquí está tomando antidepresivos y ansiolíticos hasta el gato, y que poco personal duerme como debiera. Hace unos años, cuando yo, un insomne desde mi más tierna infancia (tengo un amigo que dice que yo no duermo bien porque no tengo la conciencia tranquila), le contaba a alguien mis problemas de sueño, o algunos tratamientos que me han prescrito los médicos cuando la cosa se ha puesto de no pegar ojo, mi interlocutor solía mirarme extrañado, con desconfianza, como si estuviera preguntándose por qué no dormirá el tío este. En los tiempos que nos corren, los problemas de sueño se han extendido de mala manera y cuentan los farmacéuticos que nunca habían despachado tanta pastilla, tanta gota mágica y tanto yerbajo pro sueño como ahora.

En inglés hay una expresión, ‘to be able to handle oneself’, que podría traducirse por ‘poder uno manejarse a sí mismo’ que expresa muy bien cuál es la frontera entre un estado de ánimo compuesto de alegrías y penas, que es llevado por cada uno como Dios le da a entender, y la posibilidad de andar por ahí sintiendo que se te viene el mundo encima.

Las depresiones ya hace tiempo que tienen entre el personal la consideración de lo que son, una enfermedad que puede ser muy grave. Y es que, hace un tiempo no muy largo, nadie confesaba que estaba deprimido. Solían utilizarse frases como ‘no sé qué me pasa que no puedo tirar de mi cuerpo’, o ‘mi mujer esta rara, llora por todo, tío’, o ‘si tú fueras un hombre de verdad te dejarías de mariconadas y saldrías a la calle a comerte el mundo’, etc., etc. Algún médico amigo me ha hablado de las ‘rumias’ como síntoma bastante común de que la cabeza funciona regular. Se refiere a ese tipo de pensamiento que te invade el cerebro y que no puedes soltar, que lo repasas una y otra vez en tu cabeza y no eres capaz de alejarlo. O sea, que nos estamos volviendo un poco ‘rumiantes’.

Creo yo, en mi ignorancia, que los que somos mayores, muy mayores, tenemos menos tendencia a la depresión causada por los efectos de la pandemia.

Las pasamos tan canallas cuando éramos pequeños, e incluso adolescentes, en aquella querida España, esa España mía, esa España nuestra, tan oscura y triste, que parece que nuestra piel es más dura ante la adversidad. Si han visto la película Plácido, de Berlanga, pueden hacerse una idea de lo que podía ser la Navidad en aquellos tiempos de nuestra infancia, sobre todo si no eras de los de ‘Siente a un pobre a su mesa’, sino que eras, más o menos, el pobre.

Quiero decir con esto que nos es más fácil encontrar estímulos para vivir, para tener esperanza en que todo va a mejorar, por más que algunos políticos quieran amargarnos la vida con su absoluta falta de empatía hacia eso que llaman la ciudadanía. Porque, por más sacrificios que te impongan las restricciones de la pandemia, nunca será esta Navidad tan pringosa como aquellas. Eso sí, me refiero al noventa por ciento de españoles que formábamos lo de la ‘ciudadanía’ corta de recursos.

Tengo grandes esperanzas en que al menos el ambiente de temor a la covid bajará pronto su intensidad, y que eso, y las medicinas correspondientes, ayudarán a muchos a superar estos baches. Y a los que rodean a un deprimido o deprimida, que recuerden que estamos hablando de una enfermedad como otra, que debe ser tratada por los especialistas, y que no les digan mucho a los enfermos eso de ‘tienes que animarte’, porque si no se animan es porque no pueden. ¿Les dicen ustedes a los que se han roto una pierna: ‘tienes que soldar el hueso lo antes posible’? Pues eso.