Me contaron mis padres que cuando llevaron a mi bisabuela Blasa a ver el mar se quedó tan estupefacta que las palabras no le salían del cuerpo. Cuando por fin pudo hablar, dijo: «Menos mal que a tanta agua le han puesto una pará», refiriéndose a la playa aguileña de Las Delicias desde donde contemplaba la inmensidad.

Es exactamente el mismo impacto que sufrió, hace unos días, el concejal Mario Gómez en el instante del encendido de las luces navideñas en la Gran Vía de la capital, a juzgar por lo que reportó a través de Twitter. De sus apuntes se deducía un pasmo tal que pareciera que nunca hubiera visto un alumbrado público navideño, diríase como si hubiera sido teletransportado de repente a la noche de Tokio. Más tarde vino a decir algo así como que estas son las cosas buenas que se pueden hacer cuando nadie pone obstáculos, dejando caer en el subtexto que su anterior socio de gobierno, Ballesta, había intentado boicotear aquella fiesta de los sentidos, y con la prensa fue más explícito: habló de «puñaladas del PP» para justificar el retraso del encendido, que por poco, en vez de alumbrar las compras de Navidad lo hace a las rebajas de enero.

Gómez sueña con Ballesta, como Estopa con el de enmedio de Los Chichos. Debe ser una trampa que le tiende el subconsciente por la sensación de culpabilidad de haberlo votado dos veces para que fuera alcalde durante seis años. Lo más probable es que Gómez no haya caído en la cuenta de que ahora gobierna a sus anchas, que la responsabilidad del alumbrado navideño es exclusivamente suya y de su equipo, y que los problemas que han conducido a que Murcia sea la última capital de España en instalar las estrellitas tal vez procedan de su propia incapacidad como gestor. Como también es probable que se le haya olvidado que en el último año del mandato de Ballesta tuvo que ser destituido provisionalmente de su cargo de jefe de contratación para que el entonces alcalde asumiera las competencias delegadas y firmara el contrato de las luces navideñas a fin de que éstas lograran brillar a su debido tiempo, una renuencia de Gómez a la firma que no se justificaba en irregularidad alguna, a la vista de que no hay siquiera denuncia sobre el caso.

Las luces de Navidad son, para cualquier Ayuntamiento, grande, mediano o pequeño, un asunto rutinario, sin mayor trascendencia, pero Gómez viene convirtiéndolo desde hace años en un asunto como de Estado, de modo que no hay otro remedio que llevarlo a la crónica política, pues este concejal ha alzado la levedad a cuestión nuclear. Su satisfacción entusiasta por el tardío encendido de las luces de este año se percibe como una manera de decir: «Ahora el que saca panza soy yo», lo que denota su concepción cortita de lo que constituye una política municipal en el apartado de servicios convencionales. Y, encima, la cosa se ha resuelto con una poquedad que no da para tanto.

Pasé la noche siguiente al encendido por la Gran Vía y sufrí un retorno a los años 70. La brillantez lumínica, que según su versión en Twitter, maravilló al concejal me trasladó a mi época de estudiante en aquella década, tanto en su estética como en su potencia. La iluminación de Gómez remite al tango: triste, fané y descangallá, más evidente porque contrasta con la instalación del anexo Corte Inglés, donde la experiencia y el buen gusto, que ya es difícil tenerlo en una cosa de naturaleza kisch, es un grado. La iluminación de la Gran Vía murciana proyecta en las aceras más sombras, al estilo expresionista de Fritz Lang, que luz, como en esas habitaciones de cuyo techo pende una pera (así llamábamos en otro tiempo a las bombillas desnudas). Si esto es por ahorrar, se lo podían haber ahorrado todo, pues no hay cosa más cara que la tristeza. No es el querer y no poder; es el querer y no saber. Mientras paseas cualquiera de esta tardes por la Gran Vía murciana se te hace posible escuchar en remoto la voz de Goethe en su lecho mortuorio musitando sus últimas palabras: «¡Luz, más luz!». No digo ya en el resto de las zonas comerciales de la ciudad.

El éxtasis de Gómez por el semialumbrado trasnochado y cursi de la Gran Vía es en el fondo un gesto impostado para ocultar, una vez más, su incapacidad como gestor y desviar la atención de sus fracasos como mero administrador. Está vendiendo explícita e implícitamente la supresión del árbol navideño gigante de la Redonda con que Ballesta inició su gestión en la alcaldía como acto de propia voluntad, algo así como si esa exposición navideña central hubiera sido un exceso que él habría venido a suprimir. Y hacer esto habría sido algo muy legítimo (cada Corporación enfoca sus actuaciones como le parece, y lo que concibió Ballesta no tiene que ser palabra de Dios) si no fuera porque sabemos, y lo hemos ido contando, que Gómez intentó mantener esa instalación, para la que convocó un concurso público, con el resultado de que no concurrió nadie, ya que no hubo empresa que se arriesgara a cumplir las exigencias del expediente, que al parecer contenía puntos disuasorios para algunas, o simplemente estaba mal hecho.

La respuesta del concejal al comprobar que las aves no acudían a su alpiste consistió en criticar a las empresas potencialmente interesadas y en volver a poner en marcha el ventilador de la sospecha, como siempre en su caso sin respaldo, sobre las que habían mantenido el evento con anterioridad. Pero lo cierto, a todos los efectos, es que si no hay árbol gigante no es porque Gómez pretendiera clausurar el proyecto navideño de Ballesta, sino porque no ha sido capaz de continuarlo. Es un matiz muy importante que el concejal de lo que queda de Ciudadanos pretende ocultar montándose ahora de polizón en las redes de quienes, en su caso con toda legitimidad, son refractarios a las actuaciones públicas celebratorias de la Navidad, pues las entienden como una claudicación del laicismo constitucional a la ritualidad religiosa.

Pero esto no cuela. Porque el árbol de Navidad no es un belén, y se trata de un símbolo que hasta Stalin consintió en la URSS (en los domicilios) en plena purga de los curas ortodoxos. Sin ir tan lejos, en Lorca, con un Gobierno de estructura idéntica al capitalino (PSOE más Ciudadanos) hay uno de esos cucuruchos luminosos en el centro y en cada barrio, instalados a su debido tiempo, y no digamos nada en Vigo, donde el socialista Abel Caballero ha devenido en el rey de las luces navideñas del mundo mundial, o sea que esta pobretería no debe ser por causa de un laicismo estructural, pues de ser así resultaría exclusivo de los socialistas del alcalde Serrano y del teniente de alcalde, el exsocialista Gómez (recordemos que éste fue en su día candidato del PSOE en la lista municipal de Los Alcázares, antes de pasarse a UPyD y después a Cs, y después...). No. No es por una política laicista sobrevenida. Y si así fuera, no lo dicen.

Entonces ¿por qué es? ¿Acaso por austeridad en tiempos de extorsión por las eléctricas en las facturas de la luz? La ciudadanía, es cierto, se muestra sensible por los gastos en luces, pero el concepto que Mario Gómez tiene de la austeridad con el dinero público quedó registrado cuando su partido lo destituyó como coordinador regional al cargar sobre él la responsabilidad del endose al Grupo Parlamentario de Cs en la Asamblea Regional de gastos de la primera campaña electoral que permitió su constitución como tal: batukadas y otros confetis. Que él fuera el responsable de aquel nada sutil intento de tocomocho a las arcas públicas no lo digo yo, me libre Santa Claus; lo sancionó su propio partido al relevarlo del cargo. Pero el partido de la regeneración lo dejó en activo en otros ámbitos, y desde entonces Gómez se dedica a regenerar a los demás en el supuesto de que todos intentan hacer lo mismo en lo que él fue pillado. Con poca suerte por su parte, pues todas sus denuncias, instrumentadas por él o por otros, son trituradas por la Fiscalía. Hasta para eso se muestra inútil.

Me dicen desde el entorno municipal socialista que, en realidad, la gran aspiración de Gómez es obtener oficialmente la denominación de vicealcalde, que solo le otorgamos a veces los periodistas, pues la Ley de Régimen Local no contempla tal cargo. Los periodistas le llamamos a veces vicealcalde porque esta palabra tiene menos matrices que el título real de primer teniente de alcalde. Si en un titular a cuatro columnas y dos líneas escribimos «El primer teniente de alcalde de Murcia, Mario Gómez, asegura que» no queda espacio para continuar con «Ballesta es malo», pero si ponemos vicealcalde y trampeamos con un cinco de track (estrechamiento extremo de espacios entre letras, aunque prohibido por el diseñador), nos cuadra. Por eso le llamamos vicealcalde. Pero él, por lo visto, no quiere ser como el hijo bastardo de Alfonso XIII, a quien solo le llamaba Alteza el camarero del bar de abajo al que dejaba la púa del desayuno. Quiere ser reconocido oficialmente, y da la matraca para ello. Mientras tanto, dedica su tiempo a comparecer tras el alcalde, allá donde éste va, situándose estratégicamente un paso atrás a la derecha de éste para favorecer el encuadre fotográfico en las imágenes horizontales, de modo que sería más adecuado titularlo raboalcalde. Sería una manera de disipar la imagen de Batman y Robin que ya va adquiriendo forma. Pero como Gómez será cualquier cosa menos tonto, ejerce de raboalcalde en aquellos asuntos, fuera de las propias competencias y las de sus concejales, que le son gratos. Cuando se trata del transporte público, por ejemplo, desaparece, no está, no se le espera, no sabe, no contesta. En casos como éste solo ejerce de concejal de lo suyo. Es un as.

Es terrible que Serrano, que según dicen sus allegados sobrelleva a Gómez como Azaña sobrellevaba a Cataluña, no pueda nombrar vicealcalde al que con cuatro concejales, él entre ellos, se veía con posibilidades de ser alcalde. Ya lo decía mi bisabuela Blasa: «Menos mal que a tanta agua se le ha puesto una pará». En este caso a tan poca agua. Y a tan pocas luces.