Aquí donde me ven ustedes, yo soy un jubilado, un pensionista que vive de la Seguridad Social desde hace bastantes años, no los cuento porque no quiero asustarme, pero debo ser de los que al ministro Escrivá le gustaría que ya fuésemos ahuecando el ala, que nos fuéramos volando al cielo, quiero decir, porque las pensiones cuestan un dineral. De lo que estoy jubilado es de la Enseñanza y la duda del millón es si cuando me jubilé estaba todavía en condiciones de seguir trabajando en las aulas. Cuando solicité mi jubilación, lo primero era aportar ‘la historia laboral’, así que fui a solicitarla, por cierto, que lo hacía por primera vez en mi vida, descubriendo en ese momento algo que me dejó patidifuso, un centro privado en el que había dado clase no me habían dado de alta en la Seguridad Social todo el tiempo que trabajé allí. Aun así, tenía las suficientes cotizaciones para jubilarme y no quise meterme en reclamaciones que seguro habría ganado puesto que las actas las firmamos los profesores que enseñamos en cada curso, y ahí se quedan para siempre.

La cuestión a considerar es si yo estaba en condiciones físicas y mentales para seguir explicando Inglés en las aulas a nenes y nenas de bachillerato o de Ciclos superiores, que es lo que estaba haciendo cuando me llegó el momento de jubilarme. La respuesta a esto es que probablemente sí, que, si lo dejaba, no era porque estuviera caducado, físicamente acabado e intelectualmente yermo, sino porque después de cuarenta y tantos años de ejercicio de la profesión, podría sentirme algo quemado, digo yo. Y la cosa iba por mí, en plan egoísta, pero también por los chicos y chicas a los que debía transmitir conocimientos. Siempre he defendido y defiendo que quizás en la universidad los viejos profesores tengan más encaje, que a veces también lo dudo, pero, en las enseñanzas primaria y secundaria, lo del maestro con luenga barba blanca y la voz cascada por el tabaco y el esfuerzo de hacerse oír por los chicos, o la profesora sentada porque ya no puede estar de pie de cómo tiene las piernas después de cuarenta años de pasarse horas en la pizarra, tiene poco sentido, a mi juicio. Los niños y los adolescentes necesitan profesores que entiendan su lenguaje, que sepan perfectamente por donde van las tendencias y las ansias de las jóvenes cabecitas, y eso es algo que se puede dar en un mayor, pero que raro veo yo a un profesor de setenta y cinco años diciéndole a su alumno de 15 cómo llevar su vida, porque no olvidemos que, además de enseñar, debemos educar.

Y yo hablo por mi propia experiencia de profesor, pero ahí están todas las profesiones que física o intelectualmente necesitan juventud o madurez, pero no vejez, y ya saben ustedes a las que me refiero, las que necesitan fuerza física, resistencia especial, y sin olvidar a aquellas en las que la puesta al día continuada es absolutamente necesaria. Menudo coñazo tener que estar siempre pendiente de lo nuevo, y no solo en la forma de llevar a cabo una misión, sino en el desarrollo natural de los conocimientos, que en algunas profesiones es continuo. Siempre recuerdo lo que me decía un amigo que había estudiado Física: ‘Cada año, cuando veo lo que avanza mi materia, los conceptos que cambian, los nuevos descubrimientos, me doy cuenta de que me voy quedando atrás por más que intente estar al día, al menos, en mi especialidad’.

Y, para terminar, les diré algo más. Muchos jubilados queremos pensar que todavía somos capaces de hacer cosas, y es cierto, podemos hacer ‘cosas’, pero quizás en nuestras profesiones es mucho mejor que las hagan otros más jóvenes, sobre todo, porque ahí están las nuevas generaciones esperando ocupar esos puestos de trabajo que dejamos los mayores, y tienen derecho a ello. Cada año que nos retrasen la jubilación es un año más que tendrá que esperar nuestro sustituto, que, a lo mejor, está, con su carrera acabada, trabajando poniendo copas o de reponedor en un supermercado, que no son malos oficios, pero que hay otros esperando que estos se vayan para poder empezar ellos. Y así sucesivamente, que se dice.