El viaje de Darwin no era nuevo pero sí lo fueron los ojos con los que se realizó. Otros antes habían partido de Europa para atravesar el Atlántico y recorrer las aguas que bañan América. Se habían atrevido a cruzar el Estrecho de Magallanes para después surcar el Pacífico, hacia los trópicos de Oceanía. A esas alturas del siglo XIX, los mares estaban más que navegados y se tenía una idea bastante cierta de los límites de la tierra. Las cartas geográficas así lo marcaban. Pero se sabía poco de lo que habitaba dentro de esos paisajes desolados, donde el hombre apenas había hecho su irrupción. Islas en mitad de la nada cuyos animales se duermen al sol en un paraíso sin humanidad, sin saber el significado que entrañaban esas naves blancas rompiendo el horizonte.

Cuando Darwin se embarcó en el Beagle tenía veintidós años y se preparaba para ingresar en el seminario. Sus caminos le llevaban hacia Dios, una parroquia en Shrewsbury, cerca de Gales, donde dar sermones a los vecinos los domingos por la mañana. Sin embargo, el capitán del barco, FitzRoy, le propuso al joven Darwin, que frecuentaba la Sociedad Pliniana de Historia Natural de la Universidad de Edimburgo, acompañarlo en una expedición que daría la vuelta al mundo. El estudiante no tenía nada que perder. Dios es eterno y por lo tanto su ordenación como sacerdote podía esperar. Sin embargo, antes de retirarse del mundo terrenal quería conocerlo en su máxima expresión. Darwin tenía fijación por las regiones australes. Allí, pensaba, podría estudiar la flora y la fauna, tan diferentes a las que él veía cada día desde la ventana de su habitación.

El viaje duró cinco años y no solamente le cambió la vida a sus pasajeros, sino que el mundo ya no volvería a ser el mismo. Los cambios se produjeron a medida que el Beagle iba escalando etapas. A cada llegada a puerto, el joven Darwin sacaba su cuaderno y preparaba el carboncillo para dibujar lo que veía. Tomaba notas en los márgenes como si intuyese la función de las cámaras fotográficas, que aún le quedaban un poco para nacer. Fue la observancia el elemento más importante de aquella expedición. Subir una montaña y contemplar los árboles. De las ramas colgaban frutas que jamás nadie había visto. Descender un río y apreciar las aletas de aquellos peces que salían a la superficie como si buscasen el oxígeno de las flores. Observar y observar, para eso se había enrolado en el barco junto al resto de los marineros. 

El Beagle no era un barco nuevo. Ya había surcado el océano en otra ocasión. Había sido a los mandos del comandante Phillip Parker King para encontrar el territorio más austral de América. Un viaje entre islas heladas y recuerdos de Magallanes, quien dijo hacía siglos que había encontrado hombres gigantes tierra adentro. Ahora el Beagle cumpliría una misión mucho más exigente. Su casco se extendería por todo el globo. Atravesaría todos los océanos sin prisa, siempre a merced del tiempo que marca el ojo humano, alejado de las guerras europeas, como si en el mundo no existiese más humanidad que la de aquellos marineros. 

La expedición llegó a Río de Janeiro tras una breve estancia en Cabo Verde. De allí descendieron por la costa, perfilando ciudades que a lo lejos tenían el nombre de Montevideo, Buenos Aires, Santa Cruz y las Malvinas. En cada lugar encontró hallazgos extraordinarios, como fósiles de mamíferos gigantes. También cabalgó con los gauchos del lugar, que le enseñaron aves tan excéntricas como irreales. Atracaron en Puerto del Hambre, un lugar mítico donde las leyendas decían que vivían descendientes de un naufragio de un galeón español del siglo XVI. Pero el viaje del Beagle no tenía como misión escuchar los mitos sino más bien desmontarlos. Ascendieron rumbo hacia climas más tropicales, pasando por Valparaiso y Lima, hasta que arribaron a las costas de las Galápagos, unas islas que ya de por sí justificaban por si solas el viaje.

Fue sin duda Las Galápagos la culminación del viaje y el punto de inflexión de la biología en el siglo XIX. Lo hizo gracias a las tortugas, examinando los caparazones de familias enteras y su evolución de una isla a otra. Entendió Darwin que muchas especies partían de un origen común, una idea que corroboró en Australia, al descubrir tipos de marsupiales más parecidos a roedores y a la simpática contemplación del ornitorrinco. De allí, siguió maravillándose en las islas Cocos, en el Índico, con la formación de los atolones. 

Con un diario lleno de anotaciones, Darwin solía discutir con el capitán FitzRoy sobre las especies de animales que habían observado. El viaje había durado cinco años pero acompañaría siempre al biólogo durante toda su vida. Al poco de regresar, se publicó el diario de viajes, que supuso un éxito y el interés del mundo entero por la biología. Años después, cuando publicase El origen de las especies, no habría párrafo del libro que no hubiese nacido de aquel viaje en Beagle, un joven que iba para pastor y que descubrió que no todos los animales procedían del Paraíso Terrenal escrito en la Biblia. Ni siquiera el hombre.