La luna andaba creciente y yo menguante. Exánime. Exangüe. Borracho. Me llevaba las manos a las rodillas subiendo aquella maldita cuesta de vuelta al piso y cada paso me comprimía los pulmones como si fuesen un acordeón, aunque esa no era razón suficiente para tirar el cigarrillo. Dije una gilipollez muy gorda y fuiste la única persona que se rió. Y así empezó, como suelen empezar estos asuntos, casi como un reflejo. Alguien bosteza y otro lo imita. Yo te hago reír y tú me haces reír y de repente se torna casi en un concurso.

Seríamos diez personas las que nos dirigimos a mi casa a seguir bebiendo, porque es lo que uno hace en las noches golfas, pese a que su compañero de piso ande con fiebre en su cuarto. No hizo falta mucha excusa para justificar tal insolidaridad, pero si alguien preguntaba, resolvimos el resto, no había más que señalar el hecho de que más de la mitad de nuestro concilio estaba formado por féminas. Además, una se reía conmigo y yo me reía con ella. Aunque claro, eso lo averigüé de camino. 

No tardó ese cuarto en discordia en salir del propio y al ver el panorama (cuatro tíos, seis tías, siete litros de calimocho), hizo rápido las cuentas, calló y se sentó en un brazo de su propio sillón en su propio salón, rechazando con un ademán los ofrecimientos de mejor asiento y, sobre todo, explicando ante los ruegos y disculpas que sí, que estaba enfermo, pero bastante mejor, de hecho. Sueño reparador, etc. Y un capullo, evidentemente, para sueño reparador el de despertarse a las tres de la mañana y encontrarse seis tías sonriendo y saludando con la mano repartidas por la estancia. 

Ay de mí que siempre he tenido la válvula del grifo suelta a partir del primer chorro, como tantos, y aguantaba como un cabrón con la zagala enfrente porque no quería levantarme del sofá. Mi secreto tenía que permanecer así, secreto, mientras yo apretaba las piernas y sentía cómo me encogía cada vez más en el sofá. La táctica debía ser, por tanto, la habitual. Contacto visual, risas, rellenar su vaso, algún piropo dejado caer como el que comenta el tiempo que hace. Como si no fuese un piropo, no sea acaso que molestemos. Nada fuera de lo común para la situación salvo por el secreto menguante, claro. 

Conforme pasó el tiempo quedó claro que no podría mantenerme más tiempo a salvo, así que, a punto de reventar, me dirigí hacia el baño, no sin antes dirigirme —como gusto— al auditorio y hacer una cabriola, por si acaso era la última. Ni siquiera recuerdo cuál, pero siguiendo el protocolo seguro que incluía una reverencia final y una interpelación hacia cuanto me meaba encima. «Ándeme yo menguante, ríase la gente», pensaba con sorna mientras me ocupaba de los quehaceres urinarios. 

Comenzaron sin remedio entonces las frecuentes visitas al baño de la noche. Dicho ha quedado que cuando uno hace pop ya no hay stop que valga. En la tercera —o puede que la cuarta, pues tampoco ando yo tan fino de memoria— el picaporte de la puerta del aseo me llegaba al pecho. Todos los procesos se aceleran. Por lo del rozamiento, ya sabéis. O puede que la fricción. No sé, tampoco es que sea yo Newton ni lo pretenda. El caso es que el efecto bola de nieve también me afectaba a mí esa noche. Al salir del meódromo había más gente en el piso. Había un tipo en mi sitio. Lo eché de bastantes malas maneras, pues uno en su propia casa gusta de gastar bastante mala hostia porque para eso es suya, cojones, y le pregunté a uno de mis compañeros de piso que de dónde pijos salía toda la gente. Se limitó a encogerse de hombros. 

La sexta —o puede que séptima si antes también me he equivocado— vez que acudí al baño tuve problemas para llegar al lavabo. Hice mis cosas sentado. Cuando salí, el pasillo estaba lleno. Había gente en la cocina, charlando en inglés y fumando cigarrillos. No conocía a nadie y nadie parecía reparar en mi presencia. Me fue imposible llegar hasta el salón, con la puerta bloqueada por gente. Les daba tirones de la camiseta para que me dejaran pasar, pero todo el mundo me ignoraba. A través de dos personas la vi, sentada en el sofá. Morena, con el pelo largo y levemente rizado y un lunar en el lado izquierdo de la cara, justo al lado de la nariz, donde también tenía un piercing. Le estaba sonriendo al tipo que yo había echado antes de mi sitio en el sofá. Era una sonrisa frustrada y con un brillo metálico porque se le veía el aparato. 

Di entonces patadas en los talones de los desconocidos que me impedian moverme libremente por mi propia casa, pero tampoco sirvió de absolutamente nada. Desistí de mis intentos de llegar hasta ella y cerré los puños con rabia. Grité y maldije pero ni tan siquiera se giraron las miradas. 

Me senté en uno de los muebles del pasillo hasta que fui tan pequeño que pude recostarme encima de él. «Soy imbécil», pensé. Se me había olvidado preguntarle cómo se llamaba. 

Al día siguiente desperté y había recuperado mi tamaño habitual. No había nadie en mi casa y evidentemente no había ni rastro de la chica (¿Y por qué lo iba a haber?) Nunca llegué a saber quién era.