Mi abuelo Adrián Luis inventó una moto con motor Villiers, chasis de acero estirado en frío y excelente amortiguación hidráulica progresiva; Sadrián la llamó en recuerdo de la finca familiar de Almoradí, la pintó de negro y amarillo para animar los ánimos de posguerra y, al reclamo publicitario de «¡No vacile! 30 segundos para decidirse. 30 meses para pagarla» consiguió vender miles, también en otros países.

Suyo también fue el diseño del Trigiro, un vehículo de tres ruedas y dirección reversible que giraba milagrosamente como una peonza en espacios reducidísimos, de un artilugio precursor de las tiras para abrir las fosas nasales, respirar mejor y roncar menos mientras se dormía, de una cómoda y práctica mecedora que media ciudad se llevaba en verano al cine, y del Selfis, primera tabla a vela en España, antecesora del windsurf, por mucho que el invento se lo quieran adjudicar a un sueco afincado en Mallorca de apellido Willes.

Mi abuelo fue un genio y si hubiera nacido en otro país hasta monumento tendría, pero no lo tiene y no lo tendrá nunca mientras sigan gobernando quienes a los que no pensaron como ellos, amparándose en la injusta ley de Memoria Histórica que solo mira en un sentido, los castigan con el ninguneo, el desprecio y el olvido. Y les niegan aeropuertos con su nombre como a Juan de la Cierva, inventor del autogiro del que, por cierto, mi abuelo fue uno de los pocos pilotos titulados en el Reino Unido y socio de la compañía con sede en Southampton que fundaron juntos para comercializar el extraordinario artilugio.

A mi abuelo lo recuerdo persiguiéndome día y noche con su cámara mientras yo me escondía porque detestaba las fotografías, esas mismas que ahora agradezco y disfruto recordando aquellos veranos felices a bordo del Cachalote, el barco del que era patrón y en el que de lunes a domingo embarcábamos para pasar el día entre baños, filetes empanados y jugosas tortillas; lo recuerdo también concentrado entre líquidos y cubetas de rebelado en su cuarto oscuro y sentado en su vieja mesa de madera pintada de blanco tras sus gafas de concha negra bajo una ventana que daba al Mar Menor y desde la que era capaz de navegar sin errar el rumbo hasta el Mar de la China, y tanto sabía de navegación astronómica que era capaz de encontrar errores en los libros.

Mi abuelo fue un gran hombre al que le encantaba la música clásica y la zarzuela, que escuchaba a todo volumen, los libros de matemáticas, las revistas de Mecánica Popular con los últimos avances en ciencia y tecnología, la radio y la televisión de la que tuvo la primera a color en Murcia, y los huevos al nido con pan tostado y mucho tomate frito. Murió sin conocer internet y qué pesar que no llegó a tiempo a los teléfonos inteligentes y las plataformas de streaming con lo que le gustaba el cine, tanto que cuando la oferta en las salas de la ciudad era muy reducida no le importaba ver una y otra vez la misma película.

De mi abuelo guardo la mesa de madera y aluminio donde dibujaba y en la que yo escribo, sus cuadernos de acuarelas repletos de vida, algunas de sus viejas cámaras de cine, cientos de álbumes de fotos testigos del paso de los años en nuestra familia y el precioso y preciso reloj de oro con esfera de segundero y maquinaria suiza que le regaló IMOSA en su centenario por ser uno de los mejores vendedores de España de los coches DKW, al que cada mañana recién levantada doy cuerda con mucha paciencia y mimo y luzco con el orgullo y el honor de sentirme nieta suya.