Andaba leyendo Yo, adicto, el libro de Javier Giner sobre la cocaína y su enganches, y pensando en mis propias adicciones, cuando alguien dejó caer, en una conferencia de psicoanálisis, una de esas ideas que se te quedan colgadas del pelo y las orejas como diminutos simios invisibles. Dijo el orador que, pese a que la etimología de ‘adicción’ viene del latín ‘addictus’, es decir, «persona que le es entregada a otra por dictado judicial» (lo que a fin de cuentas significaba ‘esclavo’ en el contexto de Roma), podemos acercarnos a esta palabra por un camino más retorcido y sutil.

Desde luego que el adicto es un esclavo: su voluntad no puede eludir unos actos que, dominados por una fuerza superior, lo llevan una y otra vez al vicio que quisiera evitar. Pero si observamos la palabra desde otro ángulo veremos que está compuesta por el prefijo ‘a’ (oposición, carencia) seguido de ‘dicción’ (manera de pronunciar). Es decir: el ‘a-dicto’ será el que no pronuncia, el que está callado, el que no expresa y, por tanto, no transforma en palabras su angustia, no exterioriza su terror y su inquietud, se lo guarda.

Me sentí identificado con este punto de vista pues soy de natural adicto y compulsivo, y es cierto que en mis fases agudas de enganche a sustancias, videojuegos o pantallas, lo que me pasa es que me callo. Angustias sordas y amorfas se amontonan dentro de mi cabeza, taponan todas las salidas y la voluntad sale disparada camino de lo único que parece calmar el ánimo: la compulsión. Ni hablo con mis amigos, ni con mi pareja, ni con mi familia. En todo caso ladro en las redes, doy otra calada, y sigo ladrando. El grito de Münch como foto de perfil.

El silencio alimenta la angustia, la engorda. Y la compulsión la anestesia. De esta forma, en un círculo vicioso (nunca mejor dicho) la angustia sigue creciendo en la compulsión, pero no muerde porque la compulsión la duerme. Si de pronto enseña los dientes, una nueva bocanada de vicio vuelve a dormirla. Y por eso el adicto, mientras se entrega a su vicio, siempre está callado y absorto.

Prueba a hablarle a un adicto en plena compulsión, prueba a apartar a tu hijo o a tu marido, a tu hermano, a tu amigo un instante de la pantalla, prueba a pedirle que te diga lo que siente, lo que piensa. Te ladrará. Te mandará al carajo. O pasará de ti, ni caso. Porque las palabras despertarían esa angustia monstruosa que la compulsión ha anestesiado. Por eso a ciertos esclavos romanos les arrancaban la lengua.