Mis primeros recuerdos de la infancia suelen ir asociados a una vela, al olor del incienso, tan familiar como excesivo, a los días en los que todos sacábamos del armario los mejores trajes y vestidos y salíamos a la calle con una dosis de alegría superior a la del resto del año. Se imponía la primavera no solo sobre el clima, sino sobre el ambiente de la ciudad. En mi caso, entrar a la iglesia de San Francisco, en Lorca, significaba también una forma íntima de comunicarme con los ya fallecidos, aquellos seres que yo había visto tan solo por fotografías en blanco y negro y en los que buscaba rasgos cercanos al rostro de mi padre. La Semana Santa era una fuente inagotable de emociones, de recuerdos. Una celebración constante de la vida sin dejar de pisar la tierra donde yacen los muertos. Una especie de bálsamo contra el olvido.

¿Qué celebramos en Semana Santa? ¿Por qué España es el país que más intensamente vive este momento del año? Las razones trascienden lo religioso y ocupan el espacio de la antropología, incluso de la filosofía. En lo más profundo del ser humano se esconde el impulso del eterno retorno, la repetición constante de nuestras vidas y la necesidad de hallar en la tradición un terreno firme en el que sostenerse. El hombre es un ser de costumbres que tolera difícilmente la novedad como estilo de vida. Las propias estaciones del año marcan el carácter pendular de ella. Durante la primavera nacen las flores, se regeneran los campos, los árboles se preñan de frutos y la vida se abre paso después de un invierno de oscuridad y heladas. Descubrir que de nuevo la luz vuelve a ocupar las calles y el clima se va suavizando es también la demostración de que estamos vivos y de que seguimos adelante.

En España, como país de tradición católica, la llegada de la primavera reviste una exaltación de los sentimientos sin paragón en el ámbito cultural. En cada ciudad, en cada pueblo, la semana de pasión de Cristo se eleva a la categoría de rito sagrado. No hay una localidad de nuestra geografía que no represente la imagen de Jesús lacerado por los romanos, con la corona de espinas; o crucificado, con un rictus de dolor que sobrecoge; o yacente, con el cuerpo descansando de las heridas; incluso en el apogeo de la resurrección, cuando triunfa de entre los muertos. La celebración de la muerte trae consigo el anuncio de la vida. Se trata del ciclo vital en el que nos movemos como un engranaje existencial. En Semana Santa, al contrario de lo que pueden llegar a pensar los observadores ajenos a nuestras tradiciones, no se hace apología de la muerte: se ansía el nacimiento y la regeneración.

Por eso nos apoyamos en ‘la fe de los mayores’, como escribió Machado en su Saeta, una de las expresiones más íntimas de la religiosidad española. El poeta quisiera tomar una escalera para compartir el dolor de Cristo, participar de su pasión quitándole los clavos que lo atan a la cruz. Ese ‘estar cerca de lo divino’ nos hace muy humanos. Porque nos compadecemos del dolor, porque asumimos las penas reflejadas en las imágenes religiosas como proyecciones de nuestras propias desgracias. Por eso es tan importante, como culminación de nuestra experiencia, el Domingo de Resurrección. Es el tiempo de la esperanza el que queda con la salida de Jesús de su tumba, ya curado de sus heridas, como nosotros esperamos enfrentar el resto del año. Que uno de los cantos más bellos escritos para la Semana Santa, como es el de Machado, lo haya hecho un agnóstico no es sino la prueba de que la celebración de la pasión de Cristo trasciende la creencia religiosa.

Por eso una de las características más emblemática de la Semana Santa en España es la función teatral. Amamos la imitación como forma de expresar el anhelo de la vida. Las imágenes se veneran en las iglesias durante todo el año pero en Semana Santa procesionan por la calle ante la mirada fervorosa de creyentes y ateos. Alguien ajeno a nuestra cultura podría pensar que matamos a Jesús año tras año y usamos el arte como pretexto para promocionar la violencia, pero es precisamente gracias a la teatralización de la pasión de Cristo que asumimos la identificación del dolor, del amor, de la tristeza y de la alegría. España es el territorio donde la vida se convierte en teatro y el teatro se confunde con la realidad. Solo aquí podía triunfar el postulado tridentino de sacar la Biblia a la calle. El viacrucis es la mayor expresión de fervor popular posible, porque siguiendo los pasos de Jesús en su camino a la cruz es el pueblo el que asume el protagonismo de las Escrituras, el que las humaniza y les da sentido. Una comunicación mucho más directa y esencial que la misa o la simple lectura.

Solo los españoles hemos sido capaces de darle vida a los Evangelios de una forma tan sobresaliente. Durante la Semana Santa asistimos a la entrada de Jesús en Jerusalén, a las premoniciones de traición en la Última Cena, a las dudas del hombre arrodillado en el Getsemaní, bajo los olivos, la vacilación de Pilatos, a los pasos de Cristo en el monte Calvario, la cruz, castigo para el hijo de un carpintero, el dolor de la Virgen viendo los clavos atravesando las manos y los pies de su hijo. Todo se convierte en arte desde hace siglos, sacando los museos a la calle. En Sevilla, la calle Sierpes, como tantas otras, ve el paso de las obras de Martínez Montañés, Juan de Mesa, la Roldana o Castillo Lastrucci, llenando la ciudad de un recogimiento único. O la plaza del Cardenal Belluga en Murcia, ante la aparición de los Salzillos el Viernes Santo con las primeras luces del alba. Como en Lorca (esa segunda Jerusalén), ofreciendo al mundo la pericia de unos bordados a mano, en seda y oro, que durante siglos han conformado el relato de la Historia Antigua, y que ahora muestran la obra de artistas tan sobresalientes como Francisco Cayuela, Emilio Felices, Emiliano Rojo o Pepe López Gimeno.

Esta Semana Santa, las calles no se muestran abarrotadas por motivos sanitarios. La pandemia empuja a convertir los hogares en templos familiares. Sin velas, sin incienso, sin procesiones, España recibe la Pasión de Cristo en la intimidad de los recuerdos. Cada uno escoge el suyo con la esperanza de que al final del camino llegue la vida de la que antes disfrutábamos.

Volviendo a Machado, podríamos decir que España es la viva imagen de su Don Guido, «el gran pagano» que «se hizo hermano de una santa cofradía». El hombre que una semana al año anda pidiendo escaleras para subir a la cruz, porque no hay nada más humano que sobrecogerse con la luna llena el Jueves Santo, se crea o no en la cruz del día siguiente.