Desperté de la siesta del domingo sobresaltado, con una sensación de angustia existencial que marca siempre el final de la semana. No había tenido ninguna pesadilla. Esos fragmentos de sueños del domingo suelen ser caóticos además de estar marcados por la nostalgia. Aparecen, de forma abstracta, imágenes de la niñez, de los seres queridos que ya no están y que se alejan entre la bruma sin que podamos alcanzarlos. Pero esa vez no había soñado nada de eso. Simplemente me despertó un mal sabor en la boca y la conciencia recordándome, como hace siempre, que las siestas de los domingos condenan el resto del día al pensamiento y la melancolía.

Cuando ya tenía los ojos bien abiertos miré el móvil. Había recibido algunos mensajes y correos electrónicos. Nada emocionante que pudiera salvar el domingo por la tarde, condenado ya a presentir el despertador del día siguiente, el madrugón y el frío, las noticias en la radio con el número de víctimas de la pandemia. Pero una notificación diferente al resto me hizo arquear las cejas. Aún permanecía tumbado, en un estado de confusión propio del que no quiere incorporarse, deseando no haber abierto los ojos tan pronto. Se trataba de un mensaje de WhatsApp de mi amigo Andrea. Era una fotografía tomada por él mientras esperaban a que un camarero le sirviese un café. Detrás (intuyo que sonriendo, pues todos están con mascarilla), Giorgia, Vincenzo y Anna. Están sentados en una cafetería de una calle de Roma. Al fondo se alza la torre de una iglesia que no he podido descifrar. Hay un sol declinante. Atardece en Roma y solamente quien ha visitado la ciudad sabe de la belleza de esos atardeceres. La fotografía viene acompañada de una pregunta. «Pepe, dove sei?». Como para decirles, en medio de tan armónica imagen, que en realidad estaba abriendo los ojos, acostado en un sofá, esperando la sentencia de una tarde de domingo anodina.

parte de una visión egoísta de la realidad. No está el mundo para llorar por un café perdido en Roma. Hay asuntos mucho más graves como para malgastar el tiempo con futilidades y caprichos que a los ojos de la mayoría podrían considerarse como frívolos. Pero la fotografía es lo suficientemente sintomática como para reflexionar sobre este año perdido. Porque cada uno aprecia sus derrotas en posos de diferentes cafés, la fotografía de mis amigos italianos me ha arrojado a la cara, en un momento de ánimo bajo, todos los planes que ha trastocado la pandemia. Han sido meses en los que la vida se ha suspendido, donde muchos proyectos se han debido posponer, en el mejor de los casos, pero también cancelar para siempre. Un tiempo que recordaremos tal vez con orgullo, pues habremos vencido al virus y la normalidad se impondrá de nuevo, pero la lista de proyectos que hemos dejado de realizar se va haciendo tan grande que se acumula en nuestras casas, delante de la televisión, en las estanterías de nuestras bibliotecas o en los cristales de la ventana que miramos mientras pasa una nueva semana de autoconfinamiento, con el mundo detenido a nuestro alrededor.

Ahora entendemos que la vida que teníamos antes de la llegada del virus era, con sus imperfecciones, con sus luchas cotidianas, el mejor remedio contra la desesperación en la que estamos sumidos. Un hecho tan difícil en nuestros días como el de comprar un billete de avión, registrarse en un hotel romano, darse una ducha y salir a pasear por la ciudad en busca de unos amigos que te esperan para tomar un café se presenta como una utopía. Cuesta creer que un día, hace un año tan solo, todo eso era posible.

Porque la pandemia también nos ha alejado de lo que siempre hemos sido. Ha hecho que aplacemos la vida sin previo aviso. Son muchas las estaciones transcurridas sin ver a hermanos, a amigos. Sin conocer a nuevos miembros que han nacido y sin despedir a otros que siempre han estado ahí y que, al volver a casa, cuando todo esto pase, no serán más que una fotografía y un hueco en el sofá. Y con esto no pretendo idealizar nuestra vida pasada, sino poner en su justo equilibrio aquellas pequeñas acciones que considerábamos insuficientes en nuestra cotidianidad y por las que ahora penamos: un abrazo de un ser querido, un comida en el restaurante favorito, una sesión de cine, una obra de teatro, pasear por la calle sin mirar con recelo al viandante que cruza, respirar en mitad de una plaza sin importar la gente que hay alrededor. Un café en Roma.

no mejoran el año que hemos dejado atrás. Nos costará trabajo recobrar la vida que nos pertenecía, si es que alguna vez vuelve a ser nuestra tal y como la conocíamos. Nos acostumbraremos a vivir con el virus y lo venceremos con el paso del tiempo. Las vacunas ya son el primer paso para volver al momento anterior en el que todo se truncó. Pero estos años no volverán. Nos lo han arrebato. Siempre será demasiado tarde para terminar un proyecto que dejamos a medio hacer. Para viajar a un país determinado. Para emprender el plan soñado. O para despedirse de un ser querido o ver las primeras palabras de un recién nacido.

La última vez que vi a mis amigos en Roma fue hace tres años. En mi memoria el color del recuerdo es cálido. Caminábamos por la ciudad con la tranquilidad de sabérnosla de memoria, de disfrutarla a cada paso porque estábamos juntos y sabíamos que Roma no era nada sin nuestra amistad. Tomamos un café en Santa María in Trastevere hasta que cayó la tarde. Al día siguiente viajábamos a Bomarzo y pondríamos fin al verano. Cada uno volvería a sus asuntos, que es la mejor manera que tiene septiembre de advertirnos de que somos mortales. Quedamos en vernos en dos años. Con la fotografía del domingo por la tarde siento que el que ha faltado a la cita he sido yo. Y que a pesar de que habrá más veranos, más plazas romanas y más cafés con ellos al otro lado de la mesa, durante aquel momento en el que contemplé la fotografía por primera vez, ese domingo aciago, hubiese dado todo por estar junto a ellos, por cambiar mi vida y volver al verano en el que los cafés en Roma eran tan normales que cometíamos la frivolidad de no acabarlo.