Las instrucciones de seguridad que nos explican los auxiliares de vuelo, cuando subimos a un avión, y a los que pocos pasajeros prestan la atención que debieran contemplan que, en caso de emergencia, se descolgarán las mascarillas de oxígeno del techo y debes ponértela bien tú primero, antes de ayudar a las personas que tienes al lado. Pero si cambias de medio de transporte y navegas en un plácido crucero, ya sabes que, si se produce un naufragio, las mujeres y los niños se salvan primero y que el capitán debe ser el último en abandonar el barco.

del consejero de Salud, Manuel Villegas, nos recuerda que la política es una marejada continua a la que solo sobreviven quienes sostienen el timón con una ejemplaridad intachable. Que no importa cuántos mares hayas conquistado anteriormente si al final te estrellas contra las rocas y encallas en el rompeolas de la tentación de aprovecharte de tu condición. No basta con ser bueno, con ser el mejor del barco, con gozar de la simpatía de la mayor parte del pasaje y la tripulación. Al final, si te salvas el primero, decepcionas a los viajeros y, tal vez, cuando lo piensas despacio, a ti mismo.

Así debería ser, al menos, ¿pero de verdad consideran ustedes que la ejemplaridad de nuestros políticos, elijan el color que quieran, es intachable? ¿Y recuerdan el nombre de quien ha precedido a nuestro ya exconsejero en esto de dimitir cuando debía? Ya sé que no se debe generalizar y que, cuando juzgas, siempre pagan justos por pecadores, pero hace mucho tiempo ya, demasiado, que nuestros gobernantes no hacen otra cosa que decepcionarnos. Iba a decir mentirnos, pero eso lo dejo a la conciencia de cada cual. La diferencia entre quienes, como Villegas, se han visto forzados a marcharse por un error tan imperdonable como irreparable y otros muchos dirigentes es que a los segundos no los han pillado.

Y ahí creo que ha estado el principal fallo de quien nos ha guiado en la lucha contra la pandemia. Si el protocolo hubiera contemplado que los dirigentes sanitarios debían ponerse la vacuna, o si hubieran anunciado que se la iban a poner antes de hacerlo, se hubiera generado, más que probablemente, un intenso debate, pero al menos hubieran ido de frente, aunque puede que les hubiese costado renunciar al pinchazo salvador. No digo que se escondiera o lo ocultara, pero el simple hecho de que otros lo dijeran antes que él y aparaciera en todos los periódicos, radios y televisiones con gran tipografía y no menos escarnio, le dejaban la renuncia como única salida. Porque, entonces, como ha quedado demostrado, no bastaba con pedir disculpas.

y la mañana posterior no era solo por el hecho de que un político se aprovechara de serlo en su propio beneficio. Era casi mayor mi enojo por ver lo buitres que han llegado a ser los políticos con sus rivales, pero también algunos periodistas, que se lanzan a la yugular ante el primer atisbo de olor a carnaza. Capítulo aparte merece la sugerencia del presidente valenciano, Ximo Puig, para que no se administre la segunda dosis a los altos cargos que ya se han puesto la primera. ¿Qué hubiera pedido este hombre para estos desvergonzados políticos unos cuantos cientos de años antes? ¿La horca, la guillotina, la hoguera? Esa es la política que estamos creando entre todos. La del ojo por ojo, la de sacarnos los ojos por un puñado de votos, la que impone el poder de las urnas al de un ser microscópico que, lo aceptemos o no, nos ha cambiado para siempre. De nosotros, de cada uno, depende si para mal o para bien.

diría que hasta ingenuo, porque en un Gobierno de coalición suponía su sentencia política segura. Al dimitir, hizo lo que debía hacer, porque había perdido la fuerza moral para continuar capitaneando la lucha contra la pandemia, algo en lo que muchos le elogiaban antes de la tremenda metedura de pata. Pero también es lamentable que alcen la bandera de la moralidad y exijan cabezas en bandejas de plata quienes son sospechosos de ser desleales incluso con los suyos. Porque antes de sacar pecho para lavar los trapos sucios de los demás, convendría mirar si lo están en la casa propia.

El poder no está en tener la capacidad de obligar a alguien a darse golpes de pecho, en apedrearle para señalar su poco edificante forma de actuar, en evidenciar su culpa. Eso tiene otro nombre, su recompensa es perecedera y su recorrido es breve. Ser oposición supone estar de frente al contrario para que vea que te preocupa y controlas lo que hace y no aprovechar el menor descuido para clavarle un puñal por la espalda. Porque, además, nos puede pasar como a la adúltera del evangelio de Juan, a la que nadie se atrevió a tirarle la primera piedra, porque no estaban libres de pecado.

sin escapatoria, pero su marcha supone pegarnos un tiro en el pie en plena guerra contra la pandemia, porque, si nadie es imprescindible y, aún menos, en política, hemos perdido una de las armas que mejor ha funcionado en esta larga lucha y esperamos que el nuevo capitán que asuma el mando la maneje tan bien como él.

Vivimos en un mundo asolado por la peor pandemia mortal que se recuerda en años, batimos récord de contagios y fallecidos, el creciente colapso arrebata a los hospitales su condición de lugares seguros, nos da miedo salir a la calle y el futuro de nuestra sanidad, de nuestra salud, nunca ha estado más en el aire. A veces, la solución más evidente en un primer momento, la más exigible, no es la mejor para todos. A veces, somos tan escribas y fariseos que solo nos condenamos a nosotros mismos.