A los que hace unos días asaltaron el Capitolio mientras se ratificaba la elección de Joe Biden como próximo presidente de los EEUU se les ha calificado de trumpistas, jacksonianos, extremistas,? Pero ninguna palabra los define mejor ésta: idiotas. De hecho, la toma de tan simbólico edificio por las huestes ´redneck' de Buffalo Bill es la culminación de un movimiento de idiotez global que se deja sentir en una buena parte de las democracias occidentales. Y que nadie se confunda, los idiotas, como los socialdemócratas, son transversales y los hay en todos los partidos.

Uno de los pilares de la democracia liberal es la libertad de expresión. El sistema debe garantizar que cada cual exprese su opinión sobre prácticamente casi todo, sin más límites, en general, que el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen de terceros. Esto no implica, de hecho es desaconsejable, que la opinión de todos tenga el mismo valor o que la sociedad deba darle la misma trascendencia. Por ejemplo, el pianista James Rhodes puede opinar en Twitter lo que le plazca sobre la historia de España, lo que no implica que le demos el mismo crédito en esta materia que a García de Cortázar. Igual de necio sería que la gente me diera alguna credibilidad si yo hablara de la teoría de cuerdas, no sé si me explico. Con todo, llegado el momento de meter la papeleta en la urna, y con independencia de nuestros campos de ´expertitud', que diría Carmen Calvo, la democracia despliega su poder igualatorio y equipara el valor de todos los votos.

Hasta ahí, ningún problema. Pero sucede que en los últimos años hemos venido observando una degradación de las democracias representativas, que también hemos sufrido en España con fenómenos como el de ´Rodea el Congreso' o la alerta antifascista decretada por Iglesias cuando ganó el centro-derecha en Andalucía. Es cierto que, en el caso americano, el asalto ha sido instigado por el presidente y con muertos de por medio, pero también es verdad que en los casos nacionales la policía actuó con la contundencia debida, lo que seguramente evitó escenas similares a las del Capitolio. Nuestra región tampoco está exenta de estos altercados antidemocráticos. Basta recordar la revuelta que acabó con la Asamblea Regional en llamas aquel 3 de febrero de 1992. Entonces fue la izquierda obrera más radical la que clamaba que aquel ejecutivo autonómico socialista no le representaba. Vaya.

Todos estos ataques están protagonizados por una masa crítica, los idiotas, que han ido tomando fuerza en esta escalada global contra las democracias liberales. En Estados Unidos, España, Reino Unido y muchos otros países estamos asistiendo a un socavamiento de la democracia precisamente con la excusa de dar la misma importancia a todo el mundo. Empoderar a las masas, lo llaman los cursis de la ingeniería social. Los líderes políticos y mediáticos toman sus decisiones, en no pocas ocasiones, basándose en lo que una jauría semianalfabeta y hasta conspiranoica, como hemos visto en EEUU, espera. Crece el desprecio a intelectuales o a personas doctas en sus campos de experiencia al tiempo que encumbramos al hombre de la calle, con la falsa premisa de que su voz siempre ha estado silenciada por este sistema cuyos parlamentarios y gobernantes nunca le han representado. Que la verdad sea que la democracia ha incrementado, pese a sus periodos de crisis, el bienestar económico y social, mientras reducía la miseria y las desigualdades poco importa, ¿verdad?

Quienes han alentado la hoguera de esas vías alternativas de democracia, la de los círculos, las asambleas o las mareas; quienes se han erigido en representantes de los supuestamente olvidados; y también, quienes han ridiculizado y despreciado las demandas de quienes así se sentía, son culpables de haber encumbrado a los idiotas. Aún más, son responsables de que se hayan puesto al mando de causas sociales y que, de ahí, hayan dado el salto a las instituciones. Y así las tenemos, plagadas de idiotas. No me refiero sólo a Trump, sino a ministros, diputados o presidentes europeos. Porque, no nos equivoquemos, el idiota no necesariamente es incapaz o está inhabilitado para sus tareas vitales. De hecho, la propia Real Academia Española admite para idiota distintas acepciones que, en distinto grado, son aplicables a los personajes de los que hablo. Así, es idiota el «tonto o corto de entendimiento», como también lo es el «engreído sin fundamento para ello», que es mi preferida.

En esa deriva, más allá de cuestiones ideológicas particulares, cambiamos a Vargas Llosa, Javier Marías o Fernando Savater por Barbijaputa, David Broncano o Alvise Pérez. Y miren, no. Porque no se trata de que estos últimos ejemplos de líderes de opinión posmodernos compartan con nosotros su animadversión por determinados políticos o figuras públicas. La comunidad no se construye encontrando enemigos comunes, porque detestar a la misma persona no implica que compartamos un proyecto, unas ideas, ni unos valores. Hasta que no nos demos cuenta de que la polarización que entrona a los idiotas es fruto de una ignorancia que se retroalimenta, no dejaremos de degradar nuestra democracia. Mientras no entendamos que los votos se cuentan, pero las opiniones se valoran según quien las emita, seguiremos inmersos en la mediocridad. Lo deseable, aunque no sé si lo esperable, es que tras episodios como los que acabamos de vivir en Estados Unidos, despertemos y evitemos que esta democracia no acabe siendo, quién sabe si ya irremediablemente, la perfecta tiranía de los idiotas.