El pasado 12 de diciembre murió lo que quedaba de la Guerra Fría. Lo hizo exactamente 31 años después de que el Muro de Berlín cayese, muy lejos de la capital alemana. Fue en Cornualles, un pueblo al sur de Inglaterra poblado de acantilados. Mil veces la historia nos ha demostrado que una época no acaba hasta que la última de sus voces no desaparece. Con el paso de los años, ahora que la segunda mitad del siglo XX ya se está convirtiendo en papel de libro de texto (papel mojado), los nombres de aquellos que helaron el mundo con una guerra 'sin balas' (pero sí con napalm, con dinamita y hasta con con cianuro) corren el riesgo de no ser más que actores anónimos. No serán nadie sin el hombre que escribió sobre ellos. Cada época necesita su relato y alguien que novele los hechos que la forman. John le Carré es a la Guerra Fría lo que el autor del Lazarillo fue a la España de Carlos V: un testigo que supo escribir muy bien.

Nadie podía prometer a Le Carré a finales de los años cincuenta que acabaría siendo una pieza clave en una época tan controvertida. Ahora que ha muerto, los periódicos se llenan de imágenes del Muro y de soldados con rostro de gatillo fácil, pero cuando entró a formar parte del MI5 como oficinista no pasaba de ser un hombre gris que leía el correo. Después llegaría la verdadera vida y el germen de sus novelas. Su traslado al MI6, el Servicio de Inteligencia Exterior, vino acompañado de sus primeras experiencias en el extranjero. Sirvió en Bonn y en Hamburgo, como una pieza más de aquella partida de ajedrez que disputaba el mundo. Pero hubo dos hechos que le obligarían a dejar su vida secreta para comenzar otra no menos apasionante: dar vida a los espías que leerían las futuras generaciones.

La salida del escritor del MI6 estuvo relacionada en un primer momento con el desenmascaramiento de Kim Philby, un espía británico que resultó ser un agente doble. Pertenecía a Los Cinco de Cambridge, un grupo de espías británicos que había reclutado la Unión Soviética para recopilar información del enemigo. Ni más ni menos que 'topos'. En los documentos requisados a Philby, el nombre de Cornwell (la verdadera identidad de Le Carré) aparecía, lo que precipitó su salida del MI6 en 1964. La experiencia turbia no llegó a aclararse del todo, pero le dio al escritor una de sus novelas más célebres, titulada en español El topo. El argumento no tuvo que buscarlo en lo más hondo de su imaginación. Smiley es el encargado de encontrar a un agente doble que está pasando información a la KGB. El enemigo dentro de casa.

Pero para aquella fecha le Carré ya había escrito El espía que surgió del frío, la obra que lo arrojó a los brazos del éxito. Y la novela contiene todos los elementos necesarios para ser recordada como uno de los grandes títulos del género de espionaje. Escrita en 1963, solo dos años después de que empezase a construirse el Muro, el escritor inglés nos sitúa en un escenario palpitante: el Berlín contemporáneo. El éxito de esta novela y de muchas que vinieron después radica en la inmediatez de los hechos. No debe recurrir el autor a argumentos históricos o ficticios, le basta con alzar la vista y descubrirnos a los lectores qué sucedía en los puestos de control fronterizos.

La novela es un juego peligroso en donde los personajes se confunden. Las sospechas de contraespionaje no dejan al lector quedar al margen y lo empujan hacia un nerviosismo que se contagia. La lluvia de Le Carré moja. Escuchamos el susurro de Alec Leamas, el protagonista, de una forma cadenciosa y nos compadecemos de su infortunio. Porque no es un héroe. En las novelas de Le Carré no hay héroes, sino seres atormentados. Sus espías son hombres desdichados que combaten sus fantasmas con una botella de whisky, ahuyentando la soledad de los hoteles con tabaco. Incomprendidos, sus guerras se practican en las lecturas atentas de los periódicos, en las paradas del metro o en mitad de la noche, observando la ventana de una casa a oscuras. Son cazadores silenciosos que interpretan un papel incómodo. No existen, nadie sabe quiénes son y nadie los espera al volver a casa.

Una de las revoluciones literarias presentes en el mundo de le Carré tiene que ver con la tensión. En sus obras el lector no debe esperar precisamente lo que nos enseña la televisión o el propio hecho histórico. Apenas hay violencia o persecuciones. Su forma de narrar es una simbiosis de la Guerra Fría: sabemos que el espía guarda una pistola en su gabardina pero no la usará a no ser que sea inevitable. Y es precisamente la psicología de sus personajes la que hace que sus obras sean mucho más que un conflicto entre países. A través de sus páginas descubrimos la frustración del ser humano, atrapado en un mundo obsesionado con el espionaje y la guerra. También el planteamiento moral sobre los límites de un conflicto llevado a cabo por fantasmas, meros peones de los servicios de inteligencia de cada país. Es por ello también que muchas de sus obras, como El espía que surgió del frío, pueden parecer densas y difíciles, si al lector le pilla desprevenido.

Cuando muchos como yo, que no estábamos en el mundo durante la Guerra Fría, pensamos en aquel tiempo, se nos viene a la cabeza al agente Smiley (protagonista en diez de sus novelas) con su pose de cuarentón, algo cansado, parado en mitad de la noche frente a una valla metálica, fumando y protegido de la lluvia por un paraguas negro, mientras su gabardina se empapa y los cristales de las gafas nos impiden ver el color de sus ojos. Parece una película, pero es una novela. Al otro lado del Muro un hombre acaba de ser tiroteado por intentar escapar de la RDA. Muchos pensaron que John le Carré no iba a sobrevivir al final de la Guerra Fría. Treinta años después, veremos a ver si la Guerra Fría le sobrevive.