Homero decía que la vida de los hombres se parece a las hojas de las árboles: nacen, crecen con el esplendor de la primavera, amarillean en el ocaso y caen al suelo en un baile triste hasta fundirse con la tierra. Con los libros sucede lo mismo. Hay autores que, a pesar de llevar muertos cientos de años, cobran vida al volver a leerlos como si en ese mismo instante los hubiésemos visto conceder una entrevista por televisión. Nadie podrá decir que Galdós no es actual al evocar el pasaje de Fortunata y Jacinta en donde la muchacha pobre se encuentra con el burgués en la escalera y ambos se miran sin saber de qué hablar (aquellos no necesitaban ascensores para enamorarse).

Tampoco habrá quien se atreva a tachar a Cervantes de escritor desfasado. Bastará con abrir cualquier página de El Quijote y posar el dedo con la gracia del azar. Y qué decir de San Juan de la Cruz, cuyos versos pueden leerse con afán místico o con curiosidad erótica, así de modernos eran algunos curas del siglo XVI.

A otros autores, en cambio, el tiempo les pasa una factura imperdonable. No hablo de casos extremos, como el Marqués de Santillana y sus Sonetos fechos al itálico modo, que ya nacieron pálidos de muerte, o nuestro Romanticismo, que salvo algunos artículos de Larra y otras contadas excepciones, adolecen de un olor viejuno difícil de coexistir con nuestra realidad. Les hablo de autores consagrados que hoy ejercen un peso supremo en las librerías de toda la hispanidad y abarrotan multitud de conferencias universitarias.

Y escribo estas líneas entre el desengaño y el miedo de transitar un terreno sagrado, con la esperanza de no mancillar ninguna religión y prender fuego a los santos de nuestra República de las Letras. Pero la valentía también es una prenda para ser usada y por eso les debo confesar que, según mi juicio, Rayuela es uno de esos libros que no ha sabido mantener la frescura de las primeras lecturas. Todo lo novedoso que contenía en 1963 hoy se ha convertido en una maraña arquitectónica que más que brillar, confunde, despista y lleva al lector hasta el límite del abatimiento.

Es difícil formular esta opinión sin pasar por ser un presuntuoso, pero en mi vida no siempre he pensado así. Mi primer acercamiento a Rayuela fue en primero de carrera y como era de esperar me topé de bruces con una sintaxis incompresible en muchos puntos y con pensamientos confusos. Yo, sin la paciencia que dan las lecturas, aún me esforzaba por demostrar que para ser un gran lector uno tenía que llevar Rayuela bajo el brazo y ponerlo encima de la mesa de la cafetería de la Facultad. Al llegar a la página cien lo abandoné, no sin remordimientos, pero me abracé a la idea de Manuel Vicent, en relación al Ulises de Joyce. El escritor valenciano dijo de esta novela, muy en sintonía con los bostezos argentinos, que incluso los mejores alpinistas fracasan cuando intentan escalar un ochomil. ¿Acaso no estaba justificada mi derrota literaria?

Luego el tiempo pasó y me marché a vivir a París. Lo primero que hice, como buen turista que se hacía pasar por flâneur, fue pasear por Pont des Arts con un ejemplar de Rayuela bajo el brazo que había tomado prestado del Instituto Cervantes. El libro pesaba tanto que a los pocos minutos tuve que escoger un banco para descansar. Y así, a ratos, emprendí su lectura, que volvió a resultar infructuosa, tan despistado estaba yo con las novedades del mundo y sus pecados. No fue, sin embargo, hasta el final de mi primer año en la capital francesa cuando encontré el sosiego necesario para leer la novela y disfrutarla. Entonces me sentí embriagado de Cortázar. Yo mismo podía formar parte de 'El club de la serpiente', escuchaba a todas horas discos de Charlie Parker y me esforzaba por tener amigos hispanoamericanos. Como salto final al mundo rayuelesco, busqué entre mis compañeras de maestría la nacionalidad uruguaya. Busqué a La Maga para después perdernos por las calles de Saint-Germain y volver a encontrarnos, botella de vino mediante.

Pero el furor parisino hace años que pasó y en estos últimos tiempos he vuelto a Rayuela con el miedo sofisticado de no saber estar a la altura del reto. Y tal vez no lo he estado. Pero he descubierto en sus páginas la misma confusión de las primeras veces, los diálogos insufribles a altas horas de la madrugada y los pensamientos que, a falta de interés, se vuelven un padecimiento. Y su lectura me ha producido tristeza porque es una obra que formaba parte de mi panteón literario, a la altura de tantas otras que no me han decepcionado cuando me las he vuelto a encontrar.

Con la humildad de un lector cualquiera debo afirmar que a Rayuela le sobran muchas páginas. Tal vez por mi inclinación a la nostalgia yo le quitaría todo lo que no fuese 'El lado de allá', es decir, las calles de París. Pero incluso en el apogeo de su escritura hay pasajes que se vuelven cuesta arriba.

Y sin embargo, con sus cuentos no sucede lo mismo. Es ahí donde la genialidad de Cortázar se mantiene intacta. La noche boca arriba debería incluirse en una antología de los mejores cuentos del siglo XX. Al igual que La casa tomada, un retrato simbólico del fascismo, o La continuidad de los parques, un cuento de una sola página pero que nos invita a la infinitud de la lectura. Por no mencionar también La autopista del sur, Todos los fuegos, el fuego o La isla de mediodía. Cuentos todos ellos que se sitúan muy por encima de experimentos interesantes, pero hoy desfasados, como La vuelta al día en ochenta mundos o Historia de cronopios y de famas, uno de los libros más sobrevalorados de la lengua española.

No sucede lo mismo con García Márquez. Pasarán más de mil años (y muchos más) y la novela que alumbró Macondo seguirá tan pegada al lector de cualquier época como El Quijote a nuestros días. Ni a Vargas Llosa, cuya prosa se sigue erigiendo con un nervio y una naturalidad por la que no pasan los años. Tampoco desmerecen las obras de Carlos Fuentes, ya sea La muerte de Artemio Cruz o La región más transparente. Por no hablar de Rulfo, el más moderno de todos, habiendo nacido antes. Y sin olvidar La exagerada vida de Martín Romaña, de Bryce Echenique, una experiencia parisina mejor contada cuyo humor desborda al lector.

No sé, por tanto, cuáles serán los libros leídos dentro de cien años, pero miro con tristeza nuestro presente y observo a lo lejos una montaña helada, cada vez con más nieve y menos alpinistas, una cima cada vez más inaccesible y que se llama Rayuela.