No creo que una imagen valga más que mil palabras, ni todo lo contrario, que conste. De muy niño no teníamos aún televisión en casa y algunas veces me iba a la de mi abuela, en el pueblo, que tenía una en blanco y negro, claro. Mientras tanto, a mí me dio por dibujar todo lo que veía: a mi padre subido en el carro en el que repartía el pienso del molino, las casas de campo de alrededor, las palmeras, los molinos de viento y las ovejas que yo pastoreaba con siete años mientras hacía castillos con los tormos de tierra del campo recién labrado. Recuerdo que, a escondidas, empecé a llevarme alguna de las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía, que eran las que entonces leía mi padre. En mi casa no había otros libros, salvo una vieja Enciclopedia Álvarez que ya me sabía de memoria. Cuando me compraban los libros del colegio, al día siguiente ya me había visto todos los dibujos y leído todos los poemas y todas las historias, con un ansia lectora digna de hacérselo mirar.

Siete años tenía también mi padre cuando quedó huérfano de madre y tuvo que abandonar el colegio para ponerse a cuidar las vacas de mi abuelo. Me contaba que su entretenimiento, en aquellas largas horas de pastoreo, era leer un libro de historia y todas las revistas y periódicos que entonces caían en su mano. Mucho después, en el año 2000 se abrió la Biblioteca Pública Municipal Alfonso Carrión de Pozo Estrecho, gracias a que la Asociación de Vecinos donó al ayuntamiento de Cartagena su única posesión: el local del antiguo consultorio médico, que habían levantado sus socios muchos años atrás.

Mi padre empezó entonces a devorar novelas históricas, hasta el punto que le llegaron a dar el premio al mayor lector de la zona. No fue la demasiada lectura, sin duda, sino cierta demencia producida por un tumor cerebral que le arrebató la vida hace un par de años, lo que hizo que mi padre empezase a creer que eran ciertas todas las escenas que leía, y discutía muy encendido conmigo, cual un Don Quijote, cuando yo le decía que debía distinguir entre los personajes inventados por el novelista y la realidad. A final, como al manchego, en la cabeza se le mezclaban todas las historias de todas las novelas, y todas las relacionaba como capítulos de unos mismos Episodios Mundiales.

De pequeño, en mi pueblo no había biblioteca, pero sí la Librería que Antonia Castillo tenía justo frente al colegio. Era pequeña pues estaba hecha en la entrada de una de las casas de aquellas viviendas sociales de la época, pero a mí se me hacía la boca agua al entrar en aquella librería, tal como quien hoy entra en una agencia de viajes para sacar billetes a un lugar exótico.

Mi otra pasión es viajar, «gracia que no quiso darme el cielo», que diría Cervantes, porque no he podido dedicarme a ello tanto como hubiese querido. Me gustaría haber sido un Javier Reverte. Así que sigo soñando con la jubilación, cuando por fin «atravesaré el mundo, los bosques, los desiertos y los mares» y tal vez llegue a Groenlandia, como cantaba Bernardo Bonezzi. Mientras tanto me quedan los libros que siempre me han regalado unos maravillosos viajes llenos de aventuras, aprendizaje, diversión y entretenimiento.

Cuando supe que podía viajar una y otra vez sumergiéndome en la lectura, empecé a comprar libros cada vez que caían unas pesetas en mi bolsillo. Mi madre me daba dinero cada día para que cogiese el autobús para ir al Instituto Isaac Peral en Cartagena, así que yo empecé a irme en auto-stop para ahorrar y comprar en la Librería Espartaco de Mariano González y en la de Escarabajal. En mis años de Universidad en Murcia, se amplió mi horizonte y fui asiduo de González Palencia, Antaño o Diego Marín y, en la actualidad, me ha alegrado que los libreros de España se hayan unido para autodefenderse ante la competencia de Amazon, fundando todostuslibros.com, así se lo he dicho hoy a Vicente Velasco Montoya, poeta y librero de La Montaña Mágica en Cartagena. Hay que apoyar a estas librerías que siguen regalándote el trato humano, el consejo, la recomendación y, además, se vuelcan en actividades nuevas e imaginativas, recitales, presentación de libros, charlas, etc.

No sé si será por aquel trauma infantil de tener pocos libros en casa, pero he de confesar que, aunque admiro a quienes reparten y regalan sus libros cuando los leen, a mí me gusta atesorarlos. Cuando leo un libro de una biblioteca y me gusta mucho, voy y lo compro para tenerlo. Y sigo siendo un enamorado del papel impreso, me pasa con la prensa y, sobre todo, con los libros que no me acostumbro a leer en formato digital.

En mi pueblo hubo dos librerías más, la Galilea y la San Fulgencio, que funcionaron hasta la jubilación de sus dueñas. Los últimos años fueron difíciles, porque tener una librería en un pueblo o en un barrio es cada vez más complicado, pero hoy día ya no hay ninguna aquí. Siempre digo que yo podría tener una tienda de quesos o una librería, porque disfrutaría mucho entre cliente y cliente.

Esta semana he vuelto a ver La Librería de Isabel Coixet basada en la novela de Penelope Fizgerald. Es una historia de amor a los libros, hermosa y triste, a la que la cineasta aporta un final esperanzador. También he visto varias veces La ladrona de libros, de Brian Percival, basada en la novela de Markus Zusak, otra maravillosa y emotiva oda al maravilloso mundo de los libros y la amistad en los duros tiempos en los que se quemaban en una hoguera en la plaza, cuando el nazismo alemán.

No hay mayor distopía que la quema o eliminación de los libros porque, como escribió Cervantes en su Quijote: «No hay libro tan malo que no tenga algo bueno». No me olvido de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, que siendo la película con Sean Connery muy buena, es otra gran historia de libros y bibliotecas.

Todo está en los libros, todo.