Sendo mitad demonio y mitad niño, considero irritante que ahora, una fuerza desde luego imperceptible, casi invisible, pero de efectos reales y palpables, me impida abandonar los confines de mi ciudad para irme a dar, andariego, unas vueltas por el mundo.

Debido a las incomodidades de los días presentes, y por una ley inexorable, no puedo entretenerme en la vía pública formando improvisadas reuniones con otra media docena de almas en pena. No puedo salir, ni aún embozado, a bailar con los espíritus bajo el amparo de las tinieblas cuando llega la medianoche, hora de los aquelarres nocturnos tan de mi gusto pendenciero y calaveroso.

En tales condiciones, desgraciado de mí, genio en la lámpara y diablo en la botella, no puedo ni soñar con viajar volando en mi escoba o sobre mi alfombra. Y esto me ocurre ahora, que tanto deseo visitar la isla de Jersey.

En este año que para los pobres mortales ha sido tan prolijo en fenómenos inexplicables, plagas, calamidades y tenebrosas embajadas del apocalipsis, quisiera verme arrebatado por fuerzas supremas hacia tan célebre isla, lugar donde el gran Víctor Hugo, monarca de las letras, Zeus de los escritores, hablaba en simpático coloquio con muertos y potencias divinas. Cuánto anhelo padezco por visitar aquellos parajes sublimes y evocadores donde fue vista la Dama Blanca, gélida reina de todos los fantasmas ricos.

Allá en Jersey eran convocados los espíritus de quienes fueron poetas, hijos de dioses, reyes y emperadores del pasado, del presente, y aún vigorosas potencias espirituales de tiempos futuros.

Yo ansío repetir aquellos encuentros en la isla mágica tan amada, más aún ahora, cuando según tengo entendido ha sido avistado un nuevo visitante, un fantasma ilustre; célebre que fue en la tierra, alegre, mundano y feliz. Un espectro abierto, campechano y sencillo que en lugar de cadenas agita una bolsa repleta de monedas de oro. Su nombre es secreto, señal de que mil acertijos le protegen.

Su figura es opaca, quizá haya sido un rey cazador por su gran arte en borrar rastros. Pero la bolsa de sus monedas no deja de oírse en Jersey, donde se refugian otros muchos espectros amantes del oro. Allí lo tendréis porque donde esté su tesoro, estará su corazón; agitando sus monedas como sonajeros, eternamente dichoso.

Mientras yo, que igualmente soy un pobre diablo, me quedo aquí, en una ciudad que parece panteón, confinado, entre miles de almas muertas.