Vida y muerte son parámetros que articulan lo que somos y lo que otros han sido. Aquello que, entre el nacimiento y el óbito de cada ser humano va ocurriendo, escribe la Historia y, desde el punto de vista del arte, las creaciones que artistas y mecenas auspiciaron hace el inventario de lo que entendemos actualmente por patrimonio artístico.

Suelo comentar siempre a mis alumnos que separar arte de religión y creencias trascendentales es prácticamente imposible, especialmente en el arte antiguo. De hecho, muchas de las primeras manifestaciones artísticas que conocemos están, desde hace milenios y en puntos cardinales totalmente opuestos, relacionadas con la muerte y pensamientos de cada civilización concreta al respecto.

Nosotros, nuestra cultura del siglo XXI, vive, en su mayoría, de espaldas a la muerte. Bregamos una vida sin tomar conciencia de la finitud del tiempo que respiramos. Sin embargo, eso que a nosotros parece incomodar y tratamos de eclipsar de distintas formas, era un tema constante en la vida de nuestros antepasados: se convivía con la muerte. Posiblemente, el paradigma más mediático de lo que comento sea la gran civilización del antiguo Egipto con su compleja vida de ultratumba y el vastísimo y fascinante legado que sobre ello se conserva.

Pero aquí, en la ciudad de Murcia, tenemos ejemplos más que notables del arte de las postrimerías. Creaciones geniales fruto del periodo histórico en el que nacieron y que trataron de ser un eco permanente del esplendor en vida de sus dueños. Mausoleos de diversa envergadura que, en algunos casos como en la Capilla del los Vélez o la de los Junterones de nuestra catedral, alcanzaron las cotas más altas del gótico flamígero y del renacimiento respectivamente, no sólo de España sino de Europa.

Al hilo de esto quería hablarles de dos piezas exquisitas y singulares que posee la ciudad de Murcia: dos sarcófagos que actualmente se pueden contemplar en el museo de la catedral. Ambos de blanco mármol y origen romano, ambos traídos a nuestra capital en el frenesí amante por el mundo clásico que el renacimiento auspició. Todos conocemos los extraordinarios frescos que Miguel Angel Bounarroti creó en la Capilla Sixtina por empeño y orden del papa Julio II, pero pocos conocen que fue un murciano, Gil Rodríguez de Junterón, uno de sus más cercanos colaboradores, desempeñando el cargo de lo que hoy entenderíamos por secretario personal. A Junterón debemos, casi con toda seguridad, la llegada a Murcia de estos dos maravillosos sarcófagos romanos.

No es difícil de entender: un 'príncipe del Renacimiento' quería ser enterrado al modo de los antiguos romanos. Si creó una de las capillas más bellas del Renacimiento español para acoger su cuerpo, el sarcófago debía de estar a la altura. De lo mucho cautivador que tiene el Renacimiento siempre sorprende la mezcla de lo pagano y lo sacro, lo monstruosamente bello y lo exquisitamente sereno. Uno de estos sarcófagos, el más sencillo, acogió hasta no hace muchas décadas al citado Gil de Junterón; el otro, el famoso y paradógicamente aún demasiado desconocido, Sarcófago de las Musas, acogió los restos de otro preclaro murciano: Alfonso de Guevara, fallecido en 1528.

Contemplen a las nueve musas talladas: Clío, Eutérpeme, Calíope, Talía... porque siguen susurrando a los mortales lo que de divino hay en la mente y manos del hombre y, conversen, conversen con los filósofos tallados en su otra cara, porque el Renacimiento acercó mundos tan dispares como la fabulosa antigüedad clásica y el cristianismo. Porque unos hombres enterrados en la Murcia del Cinquecento dejaron en su pequeña ciudad 'otra piel de mármol' con sabor a eternidad.