En los temores que afligen a la humanidad los años centrales del siglo XX tanto la amenaza sobrenatural del no-muerto como del doble maligno que suplantaba el cuerpo, persistía. La supervivencia de elementos tradicionales como el doble, el vampiro o el muerto vuelto a la vida se combinaba con las inquietudes propias de la era nuclear, la amenaza de una guerra que destruyera a la humanidad, la crisis de las instituciones tradicionales como la iglesia y la familia, el problema de la alienación y la visión amenazante y paranoica de la política.

Las calles están diferentes esta mañana. En apariencia todo sigue igual, pero algo ha cambiado, es el rostro de la gente. Algo ha sucedido en los ojos, en la forma de mirar, en los imperceptibles movimientos de la pupila. Las miradas han acabado asemejándose unas a otras. No hay expresiones diferenciadas ni autónomas. Hasta ayer o anteayer cada uno se enfrentaba con el día a día a su manera. Rostros risueños de gente feliz que parecía ir a trabajar con alas en los pies se cruzaban con miradas cansadas, de tedio, cuando no de decepción y con plomo en los hombros.

Las prisas, las pequeñas inexactitudes al caminar que producen leves oscilaciones en los peatones€ Nada de eso veo hoy. En el autobús, en la calle, en el bar donde tomamos el primer café. Son ellos sin duda, y al mismo tiempo no son ellos en manera alguna

Son los momentos iniciales de un ataque, así lo imaginó el novelista Jack Finney en La invasión de los ladrones de cuerpos, llevada a las pantallas por Don Siegel en 1956. En aquella fantasía alumbrada durante la Guerra Fría el destino final de la humanidad era sucumbir ante una plaga parasitaria, las célebres vainas de semilla, que duplicaban el cuerpo del anfitrión, y que se extendían aprovechando la complejidad social del propio ser humano.

El resultado era la homogeneidad total, la correcta uniformidad, la despersonalización y la extirpación de toda empatía, sentimiento o individualidad. El escenario de la acción es una pequeña ciudad de provincias, lugar propicio para una rápida contaminación. Cuando en la primera mitad del siglo XIX Alexei Tolstoi escribió La familia del Vurdalak, pensó también en un pequeño núcleo habitado, una diminuta aldea serbia, para su relato de terror en el que un único vampiro desencadenaba una plaga que acabó convirtiendo aquel caserío de los Balcanes en la morada del Hades habitada solo por no-muertos.

En la década siguiente a La invasión de los ladrones de cuerpos, en 1968, Romero estrenó La noche de los muertos vivientes, inaugurando una inacabable progenie de zombies caníbales. En los temores que afligen a la humanidad los años centrales del siglo XX tanto la amenaza sobrenatural del no-muerto como del doble maligno que suplantaba el cuerpo, persistía.

La supervivencia de elementos tradicionales como el doble, el vampiro o el muerto vuelto a la vida se combinaba con las inquietudes propias de la era nuclear, la amenaza de una guerra que destruyera a la humanidad, la crisis de las instituciones tradicionales como la iglesia y la familia, el problema de la alienación y la visión amenazante y paranoica de la política.

Soy leyenda del año 1954, escrita Richard Matheson con sus prolíficas versiones cinematográficas, pertenece a ese mundo, a un mundo de vampiros y dientes de ajo que, sin embargo, miran a un futuro menos supersticioso y aparentemente más racional con plagas, pandemias, crisis políticas y amenazas totalitarias. El cerco a la civilización del siglo XX se completaba y una coalición de poderosos enemigos interiores y exteriores estaba dando buena cuenta de ella en el imaginario colectivo.

Las ruinas de edificios de otro tiempo grandiosos se levantarían como advertencias terribles, ya fueran las calles fantasmagóricas y vacías después de una guerra nuclear en La hora final, dirigida por Stanley Krammer en 1962 a partir de una novela de Nevil Shute, o las devastadas masas de escombros vistas entre sueños y alucinaciones en La Jetée de Chris Marker en 1962.

El círculo se cerró, sin duda, en 1968 con El planeta de los simios de F. J. Schaffner en la adaptación libre de la novela de Pierre Boulle, en la que un único astronauta superviviente vive de hecho en un mundo grotesco de seres simiescos, prodigiosamente iguales unos a otros. Cuando en 1962 Orson Welles rodó El proceso, su adaptación de la novela de Franz Kafka, logró que las pesadillas invadieran la vida consciente y arrinconaran al individuo sin la menor sombra de ciencia-ficción.

Parecido propósito llevó a cabo en 1962 John Frankenheimer cuando rodaba El mensajero del miedo sobre una novela de Richard Condon. El cerebro era, en esta historia, el campo de batalla. La manipulación psicológica, la presencia de los sueños, el abismo desconocido de la propia mente eleva el relato de un complot para cometer un crimen a la categoría de obra profética. Es el miedo a los otros y a una inagotable gama de poderes ocultos, permanentes amenazas, que se extienden ya a través de dos siglos. Noto de repente que son ciertos los temores, que las calles están diferentes esta mañana. En apariencia todo sigue igual, pero algo ha cambiado, es el rostro€de la gente.