Recordó que él también quiso teñirse de naranja y que cuando entraba a la consulta del dentista corría hacia la salida como un poseso, sin pasar por el potro de tortura. Con independencia de su color de pelo y de su pavor a los médicos, últimamente se le iba mucho la cabeza, sintiéndose incluso orgulloso de compartir gustos y miedos con Trump.

Como su clon al otro lado del charco, prefería llamar al Covid el virus chino. Una epidemia no exactamente sanitaria que había comenzado a propagarse desde hace tiempo por el mundo laboral de todo el mundo.

Sin horario ni días en rojo en el calendario, compaginaba los teclados con la atención a sus hijos y la cocina.

En vez de avanzar, como se presuponía en el continente europeo, la maldita pandemia daba un golpe mortal a la conciliación. El trabajo laboral, como si estuviera en su casa, se instaló en el salón, compartiendo sofá con sus hijos, que combinaban las clases presenciales con las telemáticas.

Procuraba compartimentar su cerebro para no enviar algún ejercicio de matemáticas de primaria a su empresa ni vender a sus hijos uno de los seguros de deceso que le amargaban la jornada.

Era para llorar, pero él decidió sentirse afortunado. Al fin y al cabo, el actual inquilino de la Casa Blanca también se declaraba elegido por Dios tras ser vencido por el Covid, prolegómeno de lo que le ocurrirá en las próximas elecciones presidenciales.

No tenía mayor consuelo que pensar que algunos de sus compañeros debían recurrir a los abuelos, a un vecino o a recortarse el sueldo para contratar a una persona que atendiera a sus retoños cuando no les toca colegio.

Amplió el horizonte y pensó, asimismo, en todos aquellos que, hacinados, viajaban a los campos de cultivo, donde a veces, junto a los capazos de frutas y hortalizas, recogían muerte.

Él sólo percibía, en su despertar ante el espejo, cómo sus ojos se iban achinando cada mañana, convirtiéndose, poco a poco, en una gran muralla que le impedía soñar.