El paisaje que nos cautiva es aquel que nos aleja de nuestro entorno habitual y nos invita a perdernos hacia los márgenes de lo conocido, tanto de la realidad como de nuestra consciencia. Cada paisaje es una ventana en la habitación de nuestra vida. Cuenta Rebecca Solnit de un paisaje donde una vez tuvo la tentación de perderse y desaparecer. Era en el noreste de Nuevo México, una llanura que se extendía sin interrupción a un día de camino hasta las montañas: «Sentí las caricias de la brisa veraniega, mis piernas avanzaron como movidas por sus propios apetitos y las montañas no dejaron de llamarme? Puede que esos espacios sean el mejor acompañamiento que he encontrado para la verdad, la claridad, la independencia».

Todos tenemos un paisaje así para un momento parecido. El mío está ya muy lejano y ocurrió en ese tiempo en el que te sientes perdido y deseas encontrarte. También había montañas y una masía. Y yo tenía dieciséis años. Salía de la casa para esconderme en los prados y me alejaba hasta que ya no se escuchaba nada salvo el viento y el susurro de los árboles. Entonces me tumbaba boca arriba en la hierba alta, donde nadie podía verme, y gritaba, como si intentara tapar el vacío del cielo. Después cantaba a pleno pulmón canciones de Joan Manuel Serrat. No he vuelto a ese lugar ni he vuelto a hacer eso. A veces incluso sospecho que aquello nunca ocurrió. No creo haber sentido nunca más lo mismo, la sensación de verdad, claridad e independencia. Estar solo en el mundo y no sentirse solo, sino lleno de fuerza y confianza, seguro de poder expresar lo que quisiera y que sería verdad, porque surgiría del fondo de la tierra. Porque no cantaba yo, cantaba la hierba.

La naturaleza me ofrecía su soledad para curarme de mi soledad y de la pérdida, sin engaños, acogiéndome en sus espacios más apartados donde nadie nos ve y el silencio es la respiración eterna del mundo. Pequeño como la brizna de hierba que me acariciaba la mejilla, me sentía perdido bajo un cielo tan alto. Y cuando uno se pierde así, se transforma, aunque la transformación no se reconoce al principio, suele ser lenta y de sus consecuencias solo somos conscientes cuando descubrimos que ya no somos los mismos de entonces. Del paisaje queda un aroma esparcido por la brisa y el recuerdo de un cielo inmenso que nos llama a través de una ventana que siempre permanece entreabierta.