No suelo leer libros de memorias y mucho menos si el autor que las escribe está vivo. Las últimas que tuve entre mis manos fueron las de Napoleón en Santa Helena, un conjunto de reflexiones de un hombre acabado que omitía sus derrotas y soñaba aún con volver a dominar el mundo. Las de Neruda, en cambio, son una ristra de mentiras insostenibles. El protagonista de su vida más parece un dios que un escritor chileno. Pero Neruda probablemente no sepa escribir mal y el lector las disfruta, aunque sufra al personaje.

No confío demasiado en la sinceridad de las memorias. Pero A propósito de nada (Alianza Editorial), la autobiografía de Woody Allen, ha despejado cualquier tipo de prejuicio que pudiera albergar sobre el género. Quien conozca su obra sabrá que no es un simple director de cine, sino un escritor que encontró una cámara a mano. Sin duda, el fuerte de sus películas reside en el guion. Las palabras de sus escenas son una extensión de sus pensamientos, por eso el espectador se siente un poco huérfano cuando descubre que Allen no está entre el elenco de actores de la película escogida.

Sus memorias adquieren en buena medida la fuerza de sus monólogos. Una escena continua, rodada como un paseo solitario por Central Park con una voz en off, entre el tartamudeo y la reflexión desordenada. El lector escuchará en su cabeza un solo de clarinete al estilo de Si tu vois ma mere de Sidney Bechet y encontrará al Woody Allen más íntimo.

¿Es su vida la que cuenta en el libro? ¿O acaso se parece más a la de sus películas? La personalidad compleja de Allen y su genio hacen imposible separar al artista de ese hombre menudo y de aspecto mediocre que ha sido capaz de cautivar a varias generaciones, que ha hecho que Europa entera acudiese a los cines a venerar sus películas al mismo nivel que Truffaut o Fellini. Un tipo que es pura inteligencia y excentricidad.

El libro bucea en los orígenes de la comedia y las fobias infantiles, tan presentes en sus películas. Confiesa quiénes fueron sus ídolos cuando empezó a escribir guiones para otros humoristas y cómo poco a poco se fue haciendo un hueco entre los grandes, sin sospechar nunca que él también se había convertido en uno de ellos. A propósito de nada parece un libro escrito por alguien que no termina de creerse su propio éxito y mira desde una azotea, con vértigo, una vida prestada. Sus reflexiones versan sobre la vida y la muerte, a la par que cuenta cómo conoció al amor de su vida: las calles de Nueva York. Sus memorias respiran con insistencia los paseos por Manhattan, las grandes avenidas llenas de tráfico y los apartamentos situados en rascacielos, lugar de su felicidad y geografía de la mayoría de sus películas.

Hasta que Allen se remanga y habla largo y tendido del caso Mia Farrow. ¿Qué ha llevado a la censura de sus películas en Estados Unidos? Solamente la incultura, la estupidez y la mediocridad de una sociedad que necesita derribar ídolos y nadar en su propia miseria. En 1992, Mia Farrow acusó al director de haber abusado sexualmente de su hija adoptada. Tras dos investigaciones independientes, dirigidas por el Estado de Nueva York y la sentencia de un juez, se declaró que Woody Allen era inocente. No ha bastado ese veredicto. Los tiempos modernos traen consigo un arma más poderosa que la ley: la ira popular.

Con el nacimiento del #MeToo, Allen volvió a saltar a los medios de comunicación como un violador de niños. No importaba que la justicia ya hubiese determinado que no había existido tal acción y que Mia Farrow se lo había inventado por despecho. Las redes sociales ya habían dictado su sentencia. El #MeToo, una causa noble en sus inicios, degeneró y desvirtuó su propósito. Se confundió el acoso sexual, tan presente en la sociedad cinematográfica americana (¿acaso no en la española?), con el mercadeo erótico al que muchas actrices han acudido para medrar.

Algunas han denunciado que Weinstein les proponía acostarse con ellas, pero las denuncias han llegado años después, cuando ellas habían participado de ese juego inmoral y cuentan con varios millones de dólares en el banco. Y en esta ola que ha arrasado a justos y pecadores, Woody Allen se ha llevado la peor parte. Poco le ha importado a un medio prestigioso como The New York Times que exista una sentencia que demostrara su inocencia. El periódico ha publicado durante estos últimos años decenas de columnas donde se le acusaba de pederastia. Así están las cosas en lo más alto del faro de la civilización occidental.

La injusticia ha llegado a tal nivel que hoy en día es imposible acudir al cine a ver una película de Woody Allen en su país. Mi hermano, afincado en Indiana, tuvo que aprovechar su visita de Navidad a España para ver Un día de lluvia en Nueva York. Muchos actores que han trabajado con él han afirmado arrepentirse y han donado su salario a una causa benéfica. Como Timothée Chalamet, que dijo posteriormente que se vio obligado a hacerlo si quería aspirar al Oscar. Se quedó en aspiración. Otro #MeToo con distinto collar. También Hillary Clinton renunció a una donación de Allen en su campaña. Y bien que lo lamentó. Toda esta insensatez viene de la mano de los que, en teoría, representan el progresismo. A veces los buenos son peores que los malos.

A propósito de nada ha tenido dificultades para publicarse en Estados Unidos. En España, sin embargo, está arrasando. Es un libro que pone en su sitio un mundo incontrolable, cada vez más a la merced de la última causa social, sin importar el cómo o la nobleza de los argumentos defendidos. Merece la pena leer a Woody Allen siempre. Sus memorias nos recuerdan que a los artistas no hay que idolatrarlos. Pueden ser tan malas personas como el lector o el espectador.

¿En qué momento dejamos que esta nueva inquisición nos dijera qué leer y qué películas ver? Que los puros se queden en casa, pero que no prohiban que los cines y las librerías se llenen de voces distintas a las suyas.