Hablaba hace poco con alguien sobre el romanticismo de las cosas antiguas que encuentras en el trastero de casa o en las cajas de las mudanzas, y cómo almacenamos tanto. Esta conversación me hizo recordar que hace exactamente un año me enfrentaba a la mudanza más difícil de mi vida, y antes de hacerla tocaba desprenderme de muchas cosas en el amplio sentido de la palabra. Todavía recuerdo que encontraba cualquier excusa para irme de casa porque era incapaz de enfrentarme a ese momento en el que hay que desprenderse de cosas que has guardado durante años (maldito apego). Dirán que soy una materialista, y nada más lejos de la realidad; soy de las intensitas que guarda un posavasos de una noche divertida o montones de periódicos, hasta envoltorios de regalos. Pa' matarme, lo sé.

Si no llega a ser por alguien que me ayudó, se remangó y me obligó a coger las cosas y «a la basura, no hay dolor», todavía estaría sentada en ese salón hostil despidiéndome de vasos de festivales, montones de papeles de exposciones o un cartón pluma tamaño gigante de Pirlo y Arda Turán que me saludaba cada día al entrar en casa.

Marie Kondo habría entrado en el salón y con las mismas habría salido corriendo.

Mirado con la distancia del tiempo, que parece que no, pero lo cura todo, agradezco profundamente la ayuda que tuve aquellos días para deshacerme de tantas cosas guardadas durante tantos años, que habían cumplido ya su papel pero ahora sobraban. Fue liberador.

Si tuviera que hacer ahora una mudanza sería ordenada. Mi vida más reciente: sin muebles, un par de cuadros, libros, música y ropa, perfecto equipaje para salir corriendo a Filipinas y no mirar atrás cuando toque, sin pagar mucho en la facturación del avión. Soltar -palabra que me tatué en el brazo derecho para recordarme la importacia de no aferrarse a las cosas-, vaciar el peso de la mochila que cargamos y seguir.

El apego, ese maldito sentimiento de cariño hacia algo que en su justa medida está bien, pero que creo que en algún momento se me fue de las manos. En mi caso sé de donde viene, de esa cultura familiar por guardarlo todo, las herencias, los muebles antiguos, los ajuares..., todo eso que huele a naftalina y alcanfor y que por mucho que uno quiera mantener por sus raíces o recuerdos familiares, no vale para nada. Pero dile eso a la generación de mis padres...

Me encantaría tener una casa de techos de cuatro metros o casarme con el conde Drácula para que el dormitorio de caoba de mi abuela no desentone con la mesa billy de Ikea, pero creo que no podrá ser.