Esta semana hemos asistido a un gran y original espectáculo: la Convención demócrata americana en la que se ha nominado al ticket que competirá con Donald Trump por la presidencia del país el primer martes después del primer lunes de noviembre, como mandan los cánones. En este momento, y desde prácticamente el inicio de la pandemia del covid 19 en Estados Unidos, el candidato Joe Biden, vicepresidente con Obama desde 2008 hasta 2016, aventaja en las encuestas a su oponente con diferencias de dos dígitos en las preferencias de los que manifiestan su intención de ir a votar. Hasta aquí, todo bien. Pero, ¿por qué siguen tan asustados los políticos demócratas ante un presidente aparentemente impopular y que ha tenido que enfrentarse con una epidemia que ha destruido la economía y causado la muerte a más de 170.000 norteamericanos, y suma y sigue?

La razón es simple: Donald Trump todavía puede ganar, y eso hizo en 2016 con las encuestas totalmente en contra a estas alturas, aunque no con tanta diferencia. Y la verdad es que las encuestas no se equivocaron mucho, puesto que Hillary Clinton, la candidata demócrata cuya victoria se daba por segura, efectivamente superó en tres millones de votos a Trump, pero esa superioridad no se tradujo en la presidencia, debido al sistema electoral norteamericano, donde un voto de los Estados menos poblados del Medio Oeste tiene mucho más valor efectivo que en Nueva York, Chicago o San Francisco. Igual que pasa aquí con Teruel o Soria, con relación a Madrid o Barcelona, por poner un par de ejemplos

Aparte del 'síndrome del 16', los demócratas tienen otras razones para temer que la cosa dé un vuelco de aquí a noviembre. Los republicanos siempre contaron con una economía boyante como factor decisivo para apuntalar la reelección de Trump. Por supuesto, no contaban con el 'cisne negro' (un acontecimiento inusitado y catastrófico) de la pandemia del coronavirus. Aún así, la historia política de Norteamérica nos dice que cuando un presidente se enfrenta a una situación de este tipo, como la de Pearl Harbour por ejemplo, los ciudadanos suelen cerrar filas en torno al presidente del momento, sean cuales sean sus convicciones políticas. Y eso fue lo que hicieron en un primer momento. Si ahora una mayoría sustancial del 60% de estadounidenses critica la forma en que Trump está conduciendo la pandemia, es por culpa del propio Trump, que se ha comportado como un pollo sin cabeza en la conducción de la crisis, aunque no ha llegado al extremo de despedir a Anthony Faucci, un reputado científico que ha representado la voz del sentido común en medio de tanta estupidez como ha salido de la boca de Trump.

Por otra parte, la gente, incluso sus críticos, desean fervientemente que haya buenas noticias, algo muy comprensible después de tantos meses de negrura y sufrimiento. Y la economía y la política (como cualquier experto convendrá) es más bien un juego de expectativas que de realidades. No es tanto cómo me encuentro hoy sino qué futuro voy a tener mañana si elijo a fulano o mengano. Pues bien, en ese sentido, el par de meses que quedan para las elecciones norteamericanas van a ser decisivos para determinar el estado de ánimo con el que la gente irá a votar. No hace falta que la gente se haya vacunado y que ya no se produzcan muertes. Será suficiente con el anuncio creíble de una vacuna segura y efectiva refrendada por la comunidad científica y avalada por la OMS, y si está desarrollada por alguna de las empresas norteamericanas que están ya en las fases finales del proceso, tanto mejor. Un rayo de luz significará que atisbamos el final del túnel, y eso puede conducir a un notable estado de euforia que puede cambiar el resultado electoral esperado.

También hay que contar por otra parte en la capacidad corrosiva de los republicanos, con su presidente a la cabeza. Construir una imagen de honestidad y decencia es muy difícil, pero encontrar una mancha en un historial de décadas en política es muy sencillo. Y Joe Biden no es una excepción. Como político centrista por definición, Biden se ha opuesto a políticas propugnadas por la izquierda de su partido, representada en estos tiempos por Bernie Sanders y su cohorte de jóvenes que no hacen ascos a la etiqueta de socialistas. El centrismo político es sinónimo de pactismo, y los radicales de uno y otro extremo no entienden de compromisos cuando afecta a sus líneas rojas. Fue la propia Kamala Harris, que también es centrista pero decantada hacia el ala más progresista de su partido, la que criticó con contundencia el historial pactista de Biden durante los debates de las primarias. Dice mucho de la templanza y de la inteligencia de Biden que haya elegido precisamente a su oponente más crítica en las primarias demócratas para promoverla como su candidata a la vicepresidencia.

El show demócrata esta semana (prácticamente un espectáculo televisivo puro con ausencia de las concentraciones multitudinarias habituales) ha despertado en gran parte del público norteamericano y en el mundo occidental grandes esperanzas de que el país que construyó el entramado institucional que ha dado lugar a 75 años de fuerte progreso económico y una pacificación paulatina de gran parte de los conflictos que asolaron nuestro planeta en el siglo XX, vuelva a recuperar el liderazgo moral y el compromiso con la construcción de un futuro multilateral y no centrado en las disputas nacionalistas.

Personalmente no soportaría seguir cuatro años con un presidente norteamericano, mentiroso, rijoso, racista, enemigo de Occidente, amigo de dictadores y autócratas y opuesto a los valores que hemos construido entre todos. Además, cualquiera con un mínimo sentido común tiene la certeza de que este presidente vive hipotecado por lo que Vladimir Putin sabe de sus vicios privados. De otra forma sería inexplicable que un presidente norteamericano no hubiera dicho una palabra a propósito del probable envenenamiento (otra vez más) del líder opositor ruso Alexei Navalny. No cabe duda a estas alturas de que Donald Trump es una marioneta manejada por sus amos del Kremlin. Ni siquiera sus compañeros de partido se atreven a negarlo, después de que se comprobara su nula reacción ante el hecho de que Moscú hubiera establecido recompensas económicas para quien se cobrara vidas de soldados norteamericanos en la guerra de Siria. Nadie más que yo va a celebrar la caída de Trump pero, por si acaso, esperaré un poco más para atreverme a confiar en que suceda.