Leí hace unos días a una persona a la que consideraba potencialmente inteligente defender que el covid es un virus creado por masones cuyo objetivo es dominar la Tierra en una gran conspiración para acabar con las libertades humanas. Recalco el ‘potencialmente’ de la primera afirmación porque, después de semejante alegato a la demencia, pocos calificativos podría achacarle a una señora perfectamente normal que, sabe Dios por qué, ha decidido sucumbir al mundo de lo esotérico.

El problema de la difusión de noticias falsas de conspiraciones judeomasónicas no es su mera existencia, con la que siempre hemos convivido, ni siquiera su refinamiento, que forma parte de la lógica evolución tecnológica en la que estamos inmersos.

Lo verdaderamente alarmante de esta nueva ola de desinformación es que personas normales como usted, como aquella señora, o como yo, somos perfectamente susceptibles de creernos el todo o una parte de ellas.

La literatura de masas ha ayudado a que nos consideremos bendecidos con una verdad oculta que sólo nuestra supina inteligencia es capaz de descifrar frente a masas aborregadas que son incapaces de discernir entre el bien y el mal. Con Dan Brown hemos aprendido que Jesucristo tiene descendencia y Leonardo Da Vinci lo ocultó a plena luz en La Última Cena. Se sorprenderían de la cantidad de gente que, aún hoy, en el Convento de Santa María de Gracia de Milán sigue explicándole a sus acompañantes que en realidad el apóstol San Juan era María Magdalena y juntos formaban un cáliz de fertilidad.

Pero pese a que en la fina línea que separa la ficción de la realidad se hayan cometido inmensos abusos a la inteligencia humana, haciendo pasar meras opiniones por hechos contrastados, la pura verdad es que tenemos tendencia a confiar en todo aquello que desafía la verdad que nos incomoda.

Si nos enfadamos porque hemos estado meses confinados sin generar apenas valor añadido y/o ingresos, seguramente sea más fácil combatir la frustración buscando un enemigo al que culpar que asumiendo que hay una pandemia mundial que inevitablemente nos ha posicionado en un escenario endiablado. Si somos un panadero de Murcia o un abogado de Totana, y se nos acaba la batería del móvil sorprendentemente rápido, es más sencillo culpar a Bill Gates de querer controlar nuestras vidas (seguro que en su mansión de California está inmensamente entretenido leyendo nuestras conversaciones sobre Enrique Ponce), que simplemente asumir que el móvil tiene tres años y está programado para dejar de funcionar para que nos compremos otro. Cuando miles de personas mueren por un virus chino es más fácil culpar a un Gobierno al que castigar que asumir que el azar incontrolable ha provocado que un descerebrado se haya comido un murciélago trayendo la mayor crisis sanitaria del siglo.

Porque al final, de esto va todo. De control. Es más seguro para la mente humana creer que hay alguien que toma decisiones conscientes, y por tanto reversibles, sobre nuestro porvenir, que asumir que a veces el destino es simplemente cruel y el mundo sencillamente injusto.

Quizás a los conspiranoicos, y especialmente a la señora potencialmente inteligente del principio, habría que recordarles que cuando uno afirma que no se cree nada es porque está dispuesto a creérselo absolutamente todo.

Tal vez desde esa óptica sea más fácil acabar con la elucubración. La vanidad, siempre y en todo caso, ayuda.