Este extraño verano en el que parece cernirse sobre nosotros la amenaza de que de repente todo entre en suspenso me trae a la memoria veraneos pasados en Cobatillas.

Nuestras vacaciones empezaban con el viaje a Murcia en el autocar del Ramón (que partía de la puerta del Bar del Tío Antonio, en Can Oriach, y tenía su destino en Santomera), o bien en nuestro Renault 6. Mi madre lo tenía todo dispuesto para poder salir nada más plegar mi padre del trabajo. Acurrucadas en el asiento trasero y acunadas por el sonido de otros vehículos, caíamos rendidas ciegamente al sueño confiadas en el superhéroe al volante. Al clarear el día después de nueve o diez horas de viaje, redescubríamos un sur en el que la vida rural nos recibía con su irresistible encanto: los perros del tío Félix, Casildo y Pitica, las vacas del establo que lindaba con la casa de la abuela Celedonia, las ranas de las acequias, la aventura de la escalada al cabezo de la Raja y al Diente de la Vieja, en la siempre grata compañía de nuestros primos... En alguna ocasión lográbamos vencer la intransigencia paterna y cambiar la odiosa siesta, a menudo acompañada de algún que otro alpargatazo, por una excursión a la huerta en el carro del que tiraba la burra Marisol en medio de un chicharrero de 40ºC.

Con la elección por parte de los Mayordomos de la Fiesta de las Reinas y sus Damas de Honor daba inicio el programa tanto religioso como laico en honor a San Roque, que se extendía durante más de un mes, con verbenas casi a diario en el patio de José Blas y con el acostumbrado novenario. Frente al recinto de fiestas se encontraba la heladería de Pepe el Meloso (que el pasado día 5 dejó este mundo, en paz descanse), donde junto a su mujer, La Pequeña, y sus cinco hijos, vendía una exquisita horchata de almendra que alguna noche bajábamos a comprar en una lechera para tomarla sentados en sillas de anea los mayores mientras la chiquillería lo hacíamos en el bordillo de la acera de cemento en la calle, aún sin asfaltar, donde alternábamos chistes con relatos de suspense bajo un cielo cuajado de estrellas embriagados por el perfume de los galanes de noche y esa particular felicidad de la inocencia. En la fachada intrépidas salamanquesas daban cuenta de los mosquitos que acudían en enjambre a la luz de las bombillas, pero siempre quedaban supervivientes que se daban el festín con nosotros.

El día de las carrozas la charamita mantenía en vela a los noctámbulos, que pertrechados con pan recién hecho en el horno de Manolo Nicolás y aliñado con aceite y sal procedían a recorrer las calles en medio de una tremenda algarabía. El desfile de la Banda de Música solía encontrar de retirada a los jaraneros el día grande por la mañana. Cerca ya de la puesta de sol se sacaba en procesión al santo, y esa noche comprábamos cascaruja en los puestos de Feria, antes de contemplar inundados por una nostalgia que afloraba a los ojos el espectáculo de fuegos artificiales que marcaba, junto al fin de las fiestas, el final del verano y la inevitable vuelta a casa.

Con el transcurrir del tiempo todo y todos hemos ido variando, como es lógico, y nada es igual que fue, pero tal vez este sea el primer año después de muchos en que todo será de verdad completamente distinto.