Fueron llegando cada uno, desde su lugar de origen, hasta encontrarnos todos en su despedida. Desde que salió el aviso en el grupo de whatsapp, cada cual se puso en marcha. No hizo falta más convocatoria. Por llamadas supimos que los de Sevilla saldrían ese mismo día temprano, y algunos de los de Madrid vendrían la tarde antes. Los de Valencia irían directamente.

En el grupo de los primos empezaron a salir algunas fotos suyas. Una de ellas, en Roma, frente al Monumento a Vittorio Emmanuelle, con los pinos milenarios detrás, «el tío Carlos con treinta y un años».

Después, una retahíla interminable de fotos, de encuentros y de celebraciones familiares que él se había encargado de inmortalizar. No salía en ninguna, claro. Pero estaba en todas. Se habría ganado muy bien la vida como fotógrafo o como periodista. De joven viajaba muchísimo. Pero no a diez kilómetros. Él se iba a Rusia, o a la Alemania comunista. En mi casa de Alicante había unas máscaras mexicanas que, aunque mi madre decía que eran preciosas, a mí me daban miedo. Y hubo, durante años, un arco de los incas, con flechas que llevaban plumas de verdad, que ya nos encargamos nosotros de destrozar debidamente, y a conciencia, a base de jugar a los indios y a los vaqueros. Mi madre contaba que de la India trajo saris, pero esos ya no los vi yo.

Con el tiempo, supe que había sido marino. De hecho, algunas de las fotos que pusieron eran de esa época. Y lo guardaba todo. Era muy sentimental, y le veía una carga emocional a cualquier chisme. Por ejemplo, guardaba todos los periódicos de los días que habíamos nacido cada uno de los sobrinos. Un día, después de pedírselo, me dejó ver el mío. Lo trajo a mi casa y me dio permiso para verlo un rato. De vez en cuando, se presentaba sin más y te enseñaba fotos o vídeos de hacía mil años que te transportaban a cuando no sé quién aún vivía o cuando fuimos a tal sitio.

Y, como dice mi padre, era muy bueno. No se cansó de serlo.

Mi padre, de siempre, contaba historias de cuando eran todos pequeños. De cómo Carlos y Fernando, que eran los dos últimos y que se llevaban muy poco, eran inseparables. De las calamidades que tuvieron que pasar en aquella posguerra aterradora, más todavía cuando murió el abuelo.

Qué cosas tiene la vida. La pandemia se los ha llevado, casi al mismo tiempo, a los dos, aunque no hayan muerto ninguno de Covid. Ha querido el Señor, o el destino, que se fueran los dos de este mundo el uno seguido del otro. Fue un momento muy emotivo verlos descansar juntos. A mis tíos al menos no les faltó el consuelo ni el ánimo de quienes les querían.

Sólo faltaron, de los habituales, mi prima y su hija. La casualidad quiso que les pillara todo esto bien lejos, poniéndose en solfa definitivamente, a Dios mil veces gracias. Qué cosas pasan. Aunque unos nacen y otros se van, la mano invisible del destino pone cada cosa en su lugar.

Después de todo aquello, me volví a mi casa, y de camino, cómo no, les dimos el alboroque. Esa costumbre murciana de convidarse a la salud del difunto, para que suba más alto. Juanjo Alarcón, el del Bar La Plaza, nos puso todo lo que quiso, y cuando Antonio se le quejó, le contestó diciendo, amigo, el dinero y los cojones están para las ocasiones. No se me ocurre una frase mejor para resumir aquel día. A mis tíos Carlos y Fernando les habría encantado. Pues, si de mí depende, estarán seguro en buen lugar.