Escuchando al desafinado orfeón ministerial hablar del peligro que entrañan los visitantes de otros países, sin especificar cuáles, da la impresión de que este es un paraíso virgen del coronavirus, cuando se trata de uno de los lugares con más casos de contagio y muertos del planeta. A partir de que España reabriera las fronteras europeas, y del próximo 1 de julio asumiremos riesgos pero también lo harán los que se atrevan a poner los pies aquí.

A falta de una vacuna, fármacos totalmente eficaces y sin que se hayan practicado suficientes tests de detección del virus no se puede decir que exista un verdadero control de la pandemia. Estamos en manos de Dios, como diría cualquier creyente.

El mundo vive en un estado de contradicción que marca el miedo y que afecta poderosamente al consumo y a la economía en general. Existe, por un lado, el deseo de acercarse y, por otro, el de mantener la distancia social por pánico irrefrenable al contagio. El verano se atisba con cierta ilusión despreocupada, y el otoño, en el que de momento es preferible no pensar, abriga fundadas sospechas y temores por tratarse de la estación que concita las epidemias. Cualquier indicio de rebrote significará activar las alarmas como si se tratase de un bombardeo. Aunque las cifras de muertos sufren congelación, hay que tener en cuenta que en este país superan a las del Blitz en Londres durante ocho meses de la Segunda Guerra Mundial.

El mito sobre el coronavirus es probable que tarde más en derribarse que las estatuas de efigie humana, que han entrado en un proceso de desintegración como la propia sociedad que las alienta y quiere, a la vez, destruirlas. Los ojos de las esculturas llevan tiempo llorando su inmortalidad, escribió Ramón Gómez de la Serna. En los vivos producen desasosiego. Plutarco cuenta cómo Catón prefería no disponer de una estatua a que le preguntasen por qué la tenía.