Como ustedes no tienen veleidades silvestres, seguro que en sus elucubraciones y sueños nunca habrán visto las fronteras, no como una dudosa línea imaginaria, sino como una robusta pareta de argamasa, algo descascarillada por la edad y erizada en su parte superior de una crestería de vidrios de botella de distinta forma y color que ponían en riesgo a los saltaparedes que quisieran invadir el patio o la huerta de la heredad familiar. Aunque con el paso del tiempo, el muro de Berlín, los parapetos del sur de Estados Unidos o las vallas de Ceuta y Melilla nos convencieron a todos de su realidad palpable.

Aún así, alguno, como el que les habla, de un tiempo a esta parte ha decidido vivir a horcajadas sobre la línea roja que separa, o quizá une, a Guatemala y Guatepeor como si se tratara del paretón de marras, intentando huir de esta confusa vocería que parece venir de uno y otro lado de la linde, con improperios, descalificaciones y amenazas de todo tipo, dirigidas de los tirios a los troyanos, de los unos a los otros, y viceversa.

Una pedrea verbal que, siempre corregida y aumentada, vuela de trinchera a trinchera por encima de los contendientes para ir a descalabrar a los pobres ciudadanos que se paran a observar lucha tan enconada que mantiene entretenidos a los de mi izquierda y mi derecha.

Entonces rememoro aquellos dorados años en que al ciudadano se le ofrecía la elección de un paraíso donde cultivar árboles y plantas de su gusto con su adhesión y su voto, sin que ello empeciera para que, pasado un tiempo, pudiera cuidar otros huertos y jardines cambiando el sentido de su elección. Pero ahora inclinarse a uno u otro lado de la peligrosa frontera es ir de mal en peor, de Escila a Caribdis, de Málaga a Malagón, con otras y más grandes mentiras, más escaramuzas vanas, más dimes y diretes, más digos y diegos, mas escándalos nuevos y falsedades que nos aporrean de uno y otro lado.

En este trance, bien despatarrado sobre la erizada frontera, como aquel barón rampante de Italo Calvino que decidió acomodarse en los árboles y viajar por ellos, oigo los ecos melifluos de la voz de un tal Iglesias, que declara que ellos no han venido a la política «para elegir entre Guatemala y Guatepeor»; y entonces me sobresalto pensando que se propone ocupar mi pequeña patria aérea (tras nacionalizarla, naturalmente), privándome del placer de vivir el espectáculo desde sus márgenes. Entonces se me nubla la vista y me tambaleo al borde del abismo que me lleva a Guatemala o a Guatepeor.