Corría la primera semana de septiembre de 2017 cuando Ángels Martínez, diputada autonómica de Podemos en el Parlamento Catalán, retiraba una a una las tres banderas españolas que habían dejado sus compañeros del PP junto a otras señeras. Cuarenta años antes, Santiago Carrillo, cigarro en mano y con traje y corbata, anunciaba que la bandera del Partido Comunista sería acompañada por la rojigualda, propia del tiempo democrático que estaba naciendo.

¿Qué trauma ha sucedido en España para que la izquierda pase de abrazar la bandera a repudiarla? Desde los últimos años, presenciamos el distanciamiento de buena parte de la sociedad respecto a sus símbolos nacionales. De esta forma, que en un estadio de fútbol se pite la Marcha Real se convierte para muchos políticos en un ejercicio de libertad de expresión. El propio vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, no se ruborizaba al afirmar que «no podía decir la palabra España ni utilizar su bandera». Manuela Carmena prefería exhibir la wiphala o bandera indígena el 12 de Octubre, por considerarla más apropiada para la fiesta nacional. Los ejemplos nos abrumarían hasta acabar en el extremo: la estelada tolerada como expresión liberadora aunque se haya nacido en Cartagena.

Rechazan la bandera nacional al asociarla con la dictadura, sin importarles que su historia y consolidación como emblema de todos se remonta a Carlos III. Muchos no ven más allá de 1936, porque en España abundan lo miopes y los daltónicos. Franco se apropió de todos los símbolos y personajes históricos, desde El Cid a Santa Teresa, pero eso no convierte nuestro Siglo de Oro o las carabelas de Colón en un escuadrón fascista. Es tarea de la izquierda superar sus complejos y discernir el grano de la paja. Ni el dictador está detrás de cada acontecimiento histórico ni la bandera refleja las maldades de nuestra identidad.

Por eso la izquierda, que ahora pena el robo de la rojigualda, no duda en sacar la tricolor republicana en cualquier tipo de manifestación. Las hemos visto en concentraciones a favor de la sanidad pública, en huelgas estudiantiles, en el primero de mayo, incluso en la marcha del orgullo gay. Cada vez cuesta más encontrar una bandera nacional entre la variopinta mezcla de colores que se suma a las múltiples 'sensibilidades' de esta España fracturada y atomizada en autonomías. Hoy en día, algunos encuentran más prestigio en la bandera andaluza, catalana o Palestina (el absurdo de todos es que esta bandera aflora en el orgullo gay) que en la constitucional.

¿Pero qué hay de aquella izquierda que no se avergonzaba de su país y que tanto necesitamos? En Francia, los sindicatos finalizan cantando La Marsellesa sus manifestaciones. He asistido a varias de ellas. En Italia, el PD porta en su icono los colores de la bandera italiana. Y ellos, al igual que nosotros o Portugal, también sufrieron una terrible dictadura que se apropió de sus símbolos. ¿Qué exorcismo debe sufrir la izquierda para enorgullecerse de algo que le pertenece por derecho propio?

Porque el rechazo a lo nacional es anterior a la irrupción de Vox, aunque el populismo de la formación verde sirva como gasolina a la pira cainita que padecemos. El partido de Abascal parece utilizar la enseña como escudo para tapar sus miserias. El fin de semana pasado, tubo de escape y mascarilla mediante, Vox mostró músculo social contra el Gobierno. Espinosa de los Monteros comparaba la marcha por una Castellana colorida de banderas españolas (y algunas con águila incluida), con la victoria en el Mundial de Sudáfrica. Curiosa manera de entender el luto tras más de 30.000 fallecidos. Y la bandera de todos volvió al ruedo mediático. Se redujo la rojigualda a un símbolo fascista y se habló de patria, a uno y otro lado, como un arma arrojadiza que todos guardamos en el bolsillo.

La izquierda necesita recuperar la bandera. Por su bien. Pero también por el estado mental de cierta derecha.