William Ophuls es uno de los pensadores capitales del actual medioambientalismo. Uno de sus libros más importantes, inédito en español, se titula Immoderate Greatness: Why Civilizations Fail, que podría traducirse como Grandeza inmoderada: por qué las civilizaciones fracasan. Ophuls escribe en él: «Una civilización madura se ve atrapada en una trampa entrópica de la que es casi imposible escapar. Dado que la energía y los recursos disponibles ya no pueden mantener el grado de complejidad existente, la civilización empieza a consumirse a sí misma tomando prestado del futuro, allanando el camino para una eventual implosión. Esta es la tragedia de la civilización: su propia ‘grandeza’, su panoplia de riqueza y poder, se vuelve en su contra y la derriba».

A cualquiera que haya leído Colapso, el ensayo de Jared Diamond, el argumento le resultará cercano, máxime en días como los actuales, donde experimentamos en carne propia, sin refugio posible ni coartada legítima, el precio que pagamos por haber consentido la autofagia de nuestros recursos naturales en nombre del crecimiento incontrolado.

La tesis de Ophuls es uno de los pilares que sustenta Civilizados hasta la muerte, de Christopher Ryan, el antepenúltimo (el libro es de 2019; o sea: hace una eternidad) ataque contra lo que se denomina NPP o ‘Narrativa del Progreso Perpetuo’, una línea de pensamiento cuyos dogmas centrales serían: a) que el progreso es nuestra llave para sobrevivir al hombre brutal, miserable y violento que llevamos dentro, b) que frente al progreso la única alternativa es la barbarie y c) que el progreso es una especie de superórgano sintonizado en la frecuencia de la verdad, por oposición a un conjunto de saberes prácticos y de actitudes éticas que conducen al atraso en el mejor de los casos y a la extinción en el resto de escenarios.

La filosofía del progreso, la idea más poderosa de los últimos doscientos años pero también la más perversa y tóxica, revitaliza el ideario de Hobbes (fuera del Estado al hombre no le está reservada otra cosa que una vida «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta») y abunda en el imaginario del doctor Pangloss, según el cual todo hito tecnocientífico invita al optimismo.

En su camino de perfección, y para dejar atrás una existencia desmayada y torpe, nuestra especie se yergue a hombros de gigantes. Si mira por el retrovisor, lo único que advierte es un pasado sangriento de cazadores-recolectores, hordas de forrajeros infanticidas, ateridos y hambrientos. Pero Ryan no se cree ese relato, y en su libro discute con sarcasmo y mala uva (también con ocasional candidez) a la entera compañía de optimistas, desde el muñidor original de Leviatán hasta el último seguidor de Steven Pinker, para mostrarles a dónde ha conducido su fe inmaculada en el dios Progreso y en sus avatares, este presente infeccioso e infectado donde se han satisfecho al fin las distopías más tenebrosas del siglo XX: la búsqueda química de la felicidad de Huxley, la videovigilancia omnívora de Orwell y la dictadura de la farmacocracia de Lem.