Quise salir el otro día a tomarme una cerveza. La idea era superar la frontera del quiosco y el contenedor del vidrio y llegar a las estepas de los bares. Fue una decisión comprometida, lo reconozco, pero la había meditado mucho. Tras dos meses de confinamiento no es fácil simular que nada ha cambiado. Puse en una balanza el miedo y la necesidad de relacionarme con otros miembros de la especie, así que me armé de guantes y mascarilla. Desde que el mundo se ha convertido en un lugar contagiable, veo enemigos en cada esquina. La invisibilidad de nuestro mal es magistral. Ahora tememos al vecino, al sobrino, al quiosquero y al amante. Detrás de cada uno hay una enfermedad posible. Nunca se ha hecho tan necesario estar solo.

Como Giovanni Drogo, aquel personaje de Buzzati en El desierto de los tártaros. Un tipo que espera acuartelado de la Fortaleza Bastiani a que se suceda el temido ataque que llevarán a cabo los tártaros, ese pueblo misterioso que viene del norte. Claro que Drogo tenía una ventaja. Desde la ventana de su cubículo le bastaba con mirar hacia esa dirección para cerciorarse de que, un días más, nadie vendría a atacarlo.

Mi ventana no es más grande, pero me obliga a mirar hacia todas las direcciones. El enemigo de nuestro tiempo nos ataca por todos lados. Trasmuta en un repartidor de correos, un guardia de seguridad, un niño en bicicleta e incluso en el collar del perro. Vigila todos nuestros pasos hasta el punto de adherirse a la suela de los zapatos. Estaremos de acuerdo en que este nivel de maldad deja a los tártaros como amables visitantes.

Los bares de mi calle cada vez están más llenos. La población parece haber atravesado un desierto para llegar, exhausta, a un barril de cerveza.

Los hay que guardan las distancias de seguridad. Otros ajustan la normativa a su voluntad. O a la del cliente. Nunca se sabe quién tira más de la cuerda. Los observo desde la ventana con cierto miedo. Las calles se van convirtiendo en multitudinarios paseos. Ha vuelto la música espontánea de las conversaciones y descubro, un día más, que tampoco iré al bar a tomarme mi cerveza prometida. Me quito los guantes y la mascarilla y los guardo para un mañana en el que sí me atreva a sentarme en una terraza y olvidar que todo lo anterior ha pasado.

Giovanni Drogo pasa su vida esperando a los tártaros. Sus compañeros van abandonando la fortaleza y huyen a la ciudad. Cada vez somos menos los que seguimos recluidos. La vida se impone, dicen, y el número de contagios aumenta. Yo aún temo a los tártaros. Aunque no los pueda ver, los muertos me demuestran que existen.